Dulce como algodón de azúcar en la feria de barrio, como el bocadillo de chocolate a la puerta del colegio para merendar, como la salsa del «obligado» gofre que todos los años comemos mi hermana y yo desde pequeñas en la playa donde vamos siempre; como los barquillos de las fiestas de San Isidro. Como una sonrisa inocente; un gesto de cariño; una bella melodía o una bonita canción bailada con alguien especial o con sentimiento.

Salado como las patatas fritas de bolsa que tanto me gustan, como las palomitas de maíz mientras ves una película en los cines de toda la vida del centro de Madrid; o como el marisco sacado de ese mar en el que veraneamos mi hermana y yo. Como la mirada pícara de un niño, como la forma de ser de una persona que tiene una gracia auténtica. Como unas sevillanas y su vestido de volantes. Como unos andares al caminar con vaivén de caderas.

Acido como el vinagre, como el limón y la dentera de morder un trozo y masticarlo mientras se te encogen los ojos. Como el acetilsalicílico que nos quita el dolor o la fiebre, aunque no todos los padeceres. Acido como el escalofrío que sientes cuando sube su dedo por tu espalda hasta la nuca. Y como el humor de algunos.

Amargo como el buen café de La Mallorquina, el cacao puro o el té negro. Amargo como el carácter de alguien. Como el sentimiento de decepción, o tristeza por algo. Como un último adiós, o por el recuerdo de aquella canción que antes era dulce, y que por algunas razones ahora te pone un nudo en la garganta y se te oprime el corazón al escucharla.

Sabor a infancia, sabor del tiempo.

Sabor a ti, sabor de mí. Sabor de todos y a todo.

Sabor en todo y para todo, todos/as.

Sabor a vida.



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