Al retirarla del fuego, me viene a la boca ese sabor ocre del pasado. Sobre los ladrillos y junto a la copa de vino, apoyo la lata agujereada y cuelgo la tenaza en el soporte de hierro. Choca y se mueve de forma circular como las agujas de un reloj contra el atizador y la escoba. Crepita el sonido metálico, gana al chisporroteo grisáceo de lo que fue la madera. Se espolvorea algo de ceniza que palidece la puntera y el empeine de mis botas negras. El comedor se va impregnando poco a poco de ese aroma parduzco, como el que nos envolvía a mis hermanas y a mí cuando éramos niñas, antes de caer la tarde.

Alrededor de la mesa y frente a esta misma lumbre aguardábamos el manjar de cáscara entreabierta y piel cuarteada que nos ofrecía mi abuela con un vaso de leche. A veces, el ímpetu nos hacía soplar el columpio de nuestras manos en el que se balanceaba una enorme castaña. Esperad princesas, esperad, que están muy calientes. Las tiznas saltando sobre los platos y el mantel, y nuestros dedos algo ennegrecidos por las pavesas, no eran obstáculo para adelantarme al sabor y sentir la saliva como una gota de rocío en mi boca.

Muerdo su carne, lucha impertérrita. Por fin, cruje. No siento el amarillo del pasado, sino una textura irritada entre mis dientes y un gusto violáceo. No se deshace. Parece que estuviera todavía colgada de su fruto espinoso, resguardada en su caparazón con forma de erizo. La escupo en mi mano, descubro que es una pelota insigne y reseca, como un gurruño de papel abrasado y oxidado por las llamas.

Hace veinte años, reíamos por cualquier cosa y con cualquier cosa nos entreteníamos también. Tanto era así, que después del tentempié antes de cenar, con las cáscaras nos hacíamos abalorios o sobre cartulinas, improvisábamos paisajes en collage, otros bosques donde crecían los árboles que nos han ido guareciendo a lo largo de los años, matizando a su vez, el sabor de almíbar que tiene su corteza.

Cuando he llegado esta mañana, tenía previsto escaldar en agua tibia las castañas del cesto y prepararme un puré suavizándolo con un poco de mantequilla y leche de la despensa. Mejor, guardo la batidora y esa pizca de sal para cuando regresen mis hermanas el sábado. Este año, ya no tendremos la ayuda de la abuela, ni sus ojos confitados en los que reflejarnos. Su compañía se ha vuelto rescoldo de noviembre. ¿Será posible que entre mis hermanas y yo sepamos atizar el fuego, avivar con el fuelle este deleite que Por San Eugenio, como canturreaba mi abuela, las castañas al fuego?

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