HISTORIA CON LECHE Y VAINILLAS

HISTORIA CON LECHE Y VAINILLAS

Delia Covelli

26/04/2017

Mi padre fue un hombre de pocas palabras. Sólo contaba recuerdos alegres; los tristes, simplemente los olvidaba. Entre los primeros, que ponía un brillo especial en sus ojos chispeantes y azules, había uno que yo escuchaba encantada porque él reía, increíblemente feliz, al evocar una escena tan amada de su infancia.

Cuando era pequeño, quizás unos diez o doce años apenas, papá iba a un local de «La Martona», famosa lechería donde se tomaba la leche recién ordeñada, «al pie de la vaca», sola o con vainillas. Mi padre se sentaba al mostrador, subido a un taburete de madera al que apenas alcanzaba en altura, en un ambiente muy limpio, todo azulejado en blanco impecable, dos o tres mesitas rectangulares con mármol y sillas Thonet, techos altos y entorno casi señorial. Un señor de riguroso guardapolvo y gorro también blancos servía, en un vaso muy alto, la leche más pura y coronada de espumosa crema. Manjar de dioses, el cuadro se completaba con vainillas azucaradas, que mojaba dentro de aquella ambrosía, para luego saborearlas una por una, lenta, delicadamente, con los párpados entornados ante tanta dicha y exquisitez.

Llegado a este clímax del relato, estallaba en una estentórea carcajada, pues sólo así sabía expresar la alegría que podían causarle, también, las pequeñas y simples circunstancias de la vida; porque en ese instante en que el cielo y la tierra eran uno se acababan todas las palabras para describir lo que sentía. Aunque pensándolo bien, ni tan pequeñas ni simples, pues esa vivencia marcó los primeros años de su existencia ¡Quién sabe cuánto de su madre traería aquel recuerdo a su presente! ¡Cuánto amor, puesto allí, apenas en un vaso, se confundiría con el sabor dentro de su boca!¡Cuánto del seno materno, en su tibieza y dulzor, se fundiría con la leche y las vainillas!

Me parece verlo todavía, bajo la glorieta de casa, cerca de mi madre y frente a mí, hurgando al aire como quien busca golondrinas listas a emigrar, reprimiendo cualquier señal de debilidad que nos doblega y nos pone de rodillas ante un amor que ya no está.

Respiraba profundamente y como si enhebrara los hilos de un collar, continuaba la narración: acabadas la leche y las vainillas, pagaba la cuenta y salía del lugar . Hermoso y vasto era el mundo con «la panza llena»…¡Y a devorar calles y un futuro!

Así, fui comprendiendo (no sé si aprendiendo) junto a él, que no hay bocado sin amor que alimente, que en el simple recuerdo infantil de un vaso de leche puede estar encerrado todo el misterio de la trama invisible que se teje día a día y que, como una red de milagros, nos sostiene paso a paso para enfrentar la vida.

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