Sísifo y el péndulo

Sísifo y el péndulo

Fue un hecho banal, un tropiezo infantil. O así lo había creído yo durante más de cuatro décadas. Hasta que, de pronto, resurgió en mi cabeza lo que ocurrió aquel día.

Así es cómo lo recuerdo.

Era mi primera participación en un concurso: redacción para escolares de nueve años. Disponía de una hora para realizar el ejercicio y de unas hojas en blanco.

Dos profesores vigilaban entre las tres filas de pupitres, uno en dirección contraria al otro. En el silencio del aula, habían logrado acompasar sus pasos a un ritmo que me recordaba al del péndulo del reloj que mi abuela tenía en el salón. Tic, tac. Cuando escuchaba los pasos detrás de mí—tic—, agachaba la cabeza y garabateaba; volvía a levantarla cuando se alejaban. Pero tenía de frente al otro profesor—tac—; entonces tachaba lo que había escrito. Ninguna frase tenía para mí la suficiente valía o la creía sacada de alguna novela de aventuras.

Tres mil seiscientos pasos. Tres mil seiscientos segundos. Tic, tac.

Los vigilantes recogieron los ejercicios, guardándolos luego en un sobre color manila. Dentro de aquel sobre iba la prueba de mi delito, que creí olvidada para siempre cuando se marcharon: mi redacción era una hoja en blanco, solo había escrito mi nombre.

***

Descubrí la épica el día que escuché en el cine la corneta del Séptimo de Caballería. Aplaudía y hacía globos con sabor a fresa, que me explotaban en la nariz. Ahora, cuando John Travolta besa a Uma Thurman, lloro. Necesito— soy un ser humano — la épica para sobrevivir. Pero me traiciono pensando que no poseo ese don.

Soy Sísifo, castigado a perpetuidad por despreciar a las musas. La diosa de la memoria se ha unido también al aquelarre, recordándome aquel día en el que se dictó sentencia. Hasta ahora no he sabido que estaba siendo condenado ni la crueldad del castigo. Tic, tac.

Sufro escribiendo. Las palabras se agolpan, se combinan en el magma de mi mente; se enfrían luego y crean un granito tosco, informe, la roca que, desde hace cuarenta años, empujo hacía la cima de la montaña con un único afán: juntar signos para cubrir aquella página en blanco en la que solo había escrito mi nombre. Y en el intento resbalo y, perseguido por la roca, caigo al vacío— una, mil veces—, como caen los malvados de la películas de Walt Disney.

Cuando Sísifo se hunde es más fuerte que su roca, el tormento es a la vez la victoria, dice Camus. Entonces es cuando puedo alcanzar la cima: un momento tan poderoso como efímero. Cuando recupero la consciencia, después de haber estado en un tiempo y un espacio que no me pertenecían enteramente, caigo nuevamente al vacío. Pero en esta caída hay gloria. El esfuerzo no ha sido inútil.

Conservo aquel reloj de mi abuela. El eje del péndulo es una flecha hacia el precipicio, al inframundo al que soy empujado: el lugar donde soy mejor que yo mismo.

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