De ramas y hojas

De ramas y hojas

Marta Posadas

15/11/2018

Va de un lado a otro de la buhardilla.

Explora la cama, los libros, una pila de puzzles, la cocinita y sus cacharros.

Emite sonidos guturales que, a veces, componen frases incomprensibles. Resopla, se relame, muerde y chupetea su propia lengua y eso le produce un cierto sopor. Despierta y vuelve a la exploración.

Gruñe, parece que riñera con alguien y de pronto un sonido nuevo: al, al, al, al, al…

Como los axolotl de Cortázar, parece poseer una voluntad de abolir el espacio y el tiempo pero no con la inmovilidad indiferente de aquellos, sino con un interés genuino en lo más insignificante, en los detalles de todo de lo que se lleva a la boca -el martillo de juguete, el tubo del aspirador a juego con la cocinita- de todo lo que ve, de todo lo que escucha.

Observando esta observación el tiempo se para, igual que cuando soy capaz de dominarlo a base de no mirar el reloj. Es un poder de superhéroe que se me ha concedido, solo que prácticamente nunca funciona.

Después agarra a alguno de sus hermanos por el cuello. Aprieta con la fuerza de David el Gnomo y sonríe en alto. Es absolutamente feliz.

Los sonidos cambian, son pequeños chillidos de placer cuando se columpia en el balancín rojo: está bajito para que no se haga daño si se cae y ahora puede impulsarse él con los pies. Esto ha sido posible solo después haber entrenado muchísimo, desde que descubrió que no era un árbol, sino un niño. Porque nadie lo sospechaba pero antes de nacer, cuando estaba en ese lugar fantástico en el que somos todos y ninguno, escuchó hablar del bosque y pensó que él era un árbol más. Creía que sus bracitos eran ramas y sus dedos hojas, que sus pies eran raíces que le mantenían agarrado a la vida y por eso no se movía como lo hacían otros niños de su edad. Pensaba que sus días habían de pasar siempre así, lentos y monótonos, entretenido apenas con el cambio de luz que marcaba el día y la noche. Pero alguien debió de explicarle, en algún antiguo y extraño lenguaje de plantas y aves, que él no era un árbol sino un niño y que, si quería, podría llegar a agitar su pequeño cuerpo: sus piernas, su cabeza y estirar sus brazos hasta casi tocar los planetas suspendidos del techo de su habitación. Alguien debió de explicarle que aquello llevaría tiempo y costaría un gran esfuerzo pero que contaría con la ayuda de los muchos que le querían desde el día que nació.

Una tarde de paseo, desde su cochecito, se estiró y se estiró, y en un instante minúsculo y mágico, sus ramas se convirtieron en brazos y sus hojas en manos y alcanzó a rozar con ellas las pálidas flores de un sauce que lloraba su suerte inmóvil a un lado del camino. Y en su carita de niño, por primera vez, se dibujó un sonrisa.

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