Por esos manejos extraños de la psique, en medio del dolor, entre los hierros retorcidos de su auto destrozado, llegó a su mente, por asalto, la imagen de las manos extendidas, la sonrisa de su padre y la sensación de sus primeros pasos trémulos en el jardín de su casa aquel verano, tantísimos años atrás.

Casualmente ese día lluvioso, Pedro se dirigía a lo de su padre, en una visita sorpresa por su cumpleaños. Viajaba solo.

Quería, necesitaba decirle lo mucho que lo amaba, lo mucho que lo admiraba y sabía que requeriría de una inmensa fuerza para decirle esas tres palabras: “te amo, papá”.

En su psicoterapia había descubierto que todos estos años en que creyó odiarlo por considerarlo “un padre para sus soldados y un general para sus hijos”, un ser frío incapaz de un beso o un abrazo, la autoridad que generaba un temor reverencial, con peleas que eran puñales directos al corazón hecho jirones, era debido a ese amor que sentía no correspondido.

El dolor era intenso, pero su cuerpo acostumbrado al deporte, logró mantener su conciencia hasta que el cansancio logró vencerlo.

La nube con que soñó y la sensación de ingravidez, se convirtieron en una gran sábana blanca sobre su cuerpo y la falta de sus piernas al despertar.

Te amo papá. Te necesito.


Su padre había sido un luchador nato, saliendo de la miseria y accediendo a sus estudios de medicina a costa de quehaceres repulsivos para otros, sintiendo muy seguido el aguijón del hambre.

Se había recibido a los 21 años, adjuntándose al ejército y siendo destinado al páramo mas frío del fin del mundo.

Se casó y llegaron los hijos: primero Pedro, luego 3 más.

Su voluntad de hierro había sido su único capital.


En el hospital le transfundieron sangre a Pedro.

Pidió sangre de león y los médicos pensaron que deliraba.

-¡¡Quiero sangre de león!!- volvió a gritar como animal herido.

Tuvieron que sedarlo.

Fue entonces que, despierto ya, decidió convertirse en alquimista y transformarla en la del potente animal.


Los médicos no podían explicarse esa recuperación tan fuera de toda lógica científica; pidió muletas a la semana y ordenó específicamente que nadie lo visitara, ni lo llamaran por teléfono.

Al mes llegaron las prótesis y, como se adora una imagen santa, las besó cerrando los ojos.

Se hizo la promesa de que juntos serían invencibles.

Algunos médicos más ortodoxos lo tildaron de inconsciente.

A los dos meses salió del Hospital: lo esperaba un largo camino de triunfos en los juegos paralímpicos, en sus libros de autoayuda, en sus conferencias alrededor del mundo…


Pero esa tarde de sol radiante, en su casa de verano, lo esperaba su padre: sus brazos extendidos y su sonrisa, hicieron sus pasos aún más temblorosos que los primeros dados en ese mismo lugar.

Se abrazaron.

Pudo decirle al fin: “Te amo papá, te necesito” y escuchar la tan ansiada respuesta: —“Yo también, hijo”.

Y la sangre del león volvió a ser una sola.

FIN

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