Final alternativo

Final alternativo

Toño Araujo

14/11/2018

Nada más morir, he despertado en la otra orilla. Desnudo. Sentado en un diván confortable, construido con un material etéreo, en medio de una sala de cristal, planta ochocientos, con vistas a Madrid. Una voz gruesa y sinfónica, de hombre y mujer a la vez, proveniente de quién sabe donde, anuncia a continuación un pase privado del largometraje de mi vida. Se extienden las cortinillas alrededor de las paredes de la sala, deshaciendo gradualmente la luz hasta tender una oscuridad perfecta. Tras un breve silencio, un fogonazo rectangular enciende mis ojos. Me reconozco en la pantalla. Qué mal me sientan el cinemascope y el dolby surround. Algo más desinhibido, llevo la mano al bolsillo para poner el móvil en modo avión, pero tras varios rozamientos de la palma sobre el muslo peludo, desisto de ese gesto inútil. Me pongo en situación, revivo cada instante, cada llanto, risa, amor u odio, orgullo o vergüenza. Al ver que la cosa va para largo, pido en voz alta un receso para ir al servicio y, de paso, a por unas palomitas. La voz hermafrodita me advierte de mi condición de espectro. Me extrañaba tanta ligereza en mis movimientos. Me pone también en aviso sobre esas reminiscencias fisiológicas humanas que aún siento. Tras comprobar que, efectivamente, mi vejiga ha lanzado una falsa alarma, una micción sonda, continuo viendo la película. Las escenas se suceden deprisa, los escenarios son vívidos, vibrantes, qué bonito es Madrid, la pradera, la vereda del río, el casco antiguo… algo había escuchado acerca del último repaso, aunque suponía que tendría lugar antes de la hora fatídica, no después. Casi sin darme cuenta, caen los títulos de crédito con los nombres de mis seres queridos, conocidos y menos. Se abren las cortinillas. La sala se inunda de una claridad perfecta. Mientras barrunto cuál será el siguiente paso, lo que viene después, la voz me pide opinión acerca de la película. Abrimos entonces un coloquio sobre los ángulos, las perspectivas, los personajes, los efectos visuales, la honestidad de la interpretación y la impostura. Después de un amplio intercambio de opiniones, la conclusión es unánime: la narración de la historia, a pesar de los excelentes actores de reparto y de la sugerente propuesta, se dispersa a la mitad por falta de un criterio definido, de un final trabajado, y así va decayendo en una corriente de dudas e influencias externas, de ideas inducidas por guionistas de lo ajeno, cuñados de barbacoa, sabios del todo a cien o iluminados sin escrúpulos que reclaman para sí el papel protagonista de los otros, saboteando los momentos estelares por venir. La voz me sugiere reanudar el proyecto justo donde se dispersa, esta vez cuidando la trama, con algo más de rigor, sin empeño en reescribir el pasado, enfocado en inventar un guión propio. Me aconseja que procrastine menos y que escriba de mi puño hasta el final. Nos despedimos cordialmente. Cierro los ojos y vuelvo a aterrizar, barrio de Lavapiés, traje de chulapo, sobre mi cuerpo.

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