A mí me gustaba tomar tranquilo. Buscaba la mesita más apartada, pedía un whisky y me ponía a escribir. La única regla que tenía era no repetirme el bar. «Cuando saben qué vas a pedir antes de que lo pidas, entonces búscate otro local», solía decir mi padre y es todo lo que recuerdo de él.

Bellavista no era lugar para viejos, pero esa noche decidí meterme a un sucucho alumbrado apenas por unas luces navideñas. Me senté en la barra y pedí whisky sin hielo. De fondo sonaban canciones de Los Prisioneros. Bien, pensé, mejor eso que Soda Stereo. El barman dejó el trago frente a mí, saqué unas servilletas y me puse a escribir en ellas. Llevaba meses sin escribir nada bueno y de mi lápiz solo salían un montón de poemas melosos sobre amores que no tuve ni busqué tener.

Mientras Jorge González cantaba “Sudamerican Rockers” una mujer entró en el local. Pasó junto a mí dejando un rastro de perfume barato y se sentó en la barra. Hizo un gesto al barman y acomodó su cartera sobre un taburete.

—¿Sabías que esta canción fue la primera que transmitió MTV en Latinoamérica? —preguntó sin despegar los ojos del cenicero.

Fingí concentrarme en la servilleta y no respondí. Cuando levanté la cabeza para dar un trago noté que me estaba mirando.

—¿Poeta?

—Pobre —respondí.

—Un pobre que escribe —dijo mientras prendía un cigarro—, a eso le llaman poeta. Si le sumo el alcoholismo, entonces tenemos un cliché.

Me acercó la cajetilla y saqué un pucho, lo puse en mi boca y ella lo encendió.

—¿Me dejas ver? —preguntó.

No sé por qué, pero le pasé las servilletas llenas de poemas basura. Ella los leyó detenidamente, dando fuertes caladas y luego botando el humo sobre mi obra. Cuando terminó de leer me acercó las servilletas.

—Eres un romántico —dijo con una sonrisita condescendiente—. No lo pareces, pero esos poemas son tan dulces que casi me da diabetes de solo leerlos.

—Cállate, estoy pasando por un mal momento.

—No, no es eso. Llevas mucho tiempo solo, eso es todo.

Metí las servilletas en el bolsillo de mi chaqueta, me apoyé sobre la barra y crucé los brazos.

—¿Y qué me recomienda, doctora? —pregunté.

Apagó el cigarro, se dio vuelta hacia mí y pude ver un tímido escote. Me fijé en sus piernas, eran largas e iban enfundadas en unas medias negras. Se levantó, dejó un papel sobre la mesa y se fue en silencio. Tomé el papel: era un folleto de alcohólicos anónimos. Reí en voz baja, terminé mi trago, hice una pelota con mis poemas y los dejé sobre la barra. Pagué con lo que tenía y me llevé un montón de servilletas nuevas. Esa noche me desvelaría escribiendo y al día siguiente cambiaría de bar.

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