La primera vez que corté mi brazo tenía 15 años.

Lo hice con una afeitadora rosa. En realidad, no es como en las películas, donde la piel parece mantequilla y se parte de una forma tan sencilla. Un movimiento y la sangre cae como un pequeño chorro de agua.

No.

Me tomó al menos tres intentos antes de que la sangre fluyera por mi brazo. Ese primer corte no fue mortal. Ninguno que hice fue mortal.

Si crees que lo hice para llamar la atención de mi mamá, de mi hermana o de mi abuela, te equivocas. Es un poco más complejo que eso. Y a la vez muy humillante de admitir.

Yo solo quería suprimir mis sentimientos. Porque era conflictivo tenerlos y no sabía cómo manejarlos.

Cuando mi padre murió, mis emociones sufrieron un proceso terrible de ebullición. Siempre estaban calientes. En un momento me reía con histeria y en otro ardía de rabia porque la persona que me había prometido estar a mi lado en los peores momentos de mi vida, simplemente, había desaparecido. Todas esas emociones saltaban cuando menos lo esperaba.

¿Cómo suprimes todos los sentimientos con dolor? Cuando tenía una gran marea de emociones, como amor, ira o tristeza, lo único que me provocaba era llorar. Encerrarme en un lugar donde nadie me viera, apretar mis labios para no gritar y dejar que esas lágrimas traicioneras me bañaran la cara.

Y no quería saborear ese salado líquido, porque para mí, significaba derrota. Así que mi único objetivo era llegar a la nada.

Pero llegar a no sentir nada es como evitar que las tragedias pasen. Es como evitar que Romeo y Julieta no se amen. O impedir la muerte del J.F. Kennedy o Lenon. O reprimir la existencia del racismo. Así como es imposible que esos sucesos no pasen, es imposible no sentir.

Pero ese no es el punto. Como no podía llegar a la nada, solo tenía que provocarme una sensación más fuerte que esos sentimientos. Y eso era el dolor. Un sutil rasguño hacía que esos sentimientos desaparecieran y me concentrara en el ardor de la herida. Y, de esa manera, mi mente se despejaba, dándole el paso a una paz tan fuera de lugar de la situación que, de alguna manera, siempre me hacía reír.

Tenía 17 años cuando decidí dejar de cortar mi piel.

Fue un momento de descuido. Olvidé pasarle el seguro a la puerta, así que fue mi culpa. Había cortado mi antebrazo cuando mi mamá pasó al baño sin tocar.

Su boca se abrió con sorpresa, mientras su mirada descendía a mi brazo y luego subía a mi cara. Sus ojos se aguaron con rapidez, mientras me abrazaba y sollozaba. Entre hipidos, repetía constantemente: “¿Qué hice mal, Dios, qué hice mal?” Recuerdo que me mantuve tensa entre sus brazos, mientras apretaba mis labios para no llorar, mientras que el sentimiento inconfundible de la culpa llenaba mi corazón.

Y me determiné no hacer llorar a mi madre de nuevo.

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