Cuando me enteré de la enfermedad de Alberto no pude evitar ser pesimista, recordé a Reyna dentro del ataúd con una bola de algodón en cada fosa nasal. La historia se repetía nuevamente, aunque en esta oportunidad el escenario era totalmente distinto: no había un progenitor que poseyera tierras ni ganado vacuno para costear el tratamiento en Medellín, no había absolutamente nada.

Mi tía Adelaida, madre de Alberto, rondaba los setenta años y la mayor parte del día lo vivía acostada en la cama, sus problemas respiratorios y la enfermedad que la aquejaba solo le permitían recorrer cortas distancias. El único soporte físico e importante era su hermana Mercedes, la madre soltera de la familia, y yo.

La conclusión de todos era la misma, sin embargo solo la tía Mirian se atrevió a expresarla, tal vez como una forma de resignación o como una manera de evitarle a su hermana Adelaida las falsas esperanzas que ella tuvo en el pasado: si no se salvó Reyna, con todo el esfuerzo que se hizo y el dinero que había, ¿qué se puede esperar de Alberto?

Cuando Alberto, en medio de su llanto, me repitió las palabras de la tía Mirian, sentí tristeza y vergüenza. Él quería vivir; me decía que a pesar de no tener hijos ni mujer, a sus cuarenta años, todavía tenía cosas por hacer y no perdía la esperanza de formar una familia, solo quería otra oportunidad. Yo también lloré al otro lado de la línea porque en el fondo pensaba lo mismo que mi tía; una y otra vez se me venían los vagos recuerdos de los viajes constantes a Medellín y las conversaciones sobre las transfusiones de sangre infructuosas. Era un niño de siete años entonces, pero ahora sí comprendía el asunto.

Le dije que no escuchara a tía Mirian ni a ninguna otra persona que no lo apoyara; además, le comenté que la situación era distinta, lo de Reyna había sucedido en los años noventa, y desde entonces los avances en materia de tratamientos habían sido considerables. Le hice prometer que lucharía y me juré a mí mismo y a él que contaría conmigo.

Una semana después fui al pueblo a buscarlo; había tomado la decisión de traérmelo conmigo a Bogotá, pues siendo la capital, habría más oportunidades. El comienzo fue difícil, éramos dos sujetos solos contra todo el pesimismo de la familia, pero seguimos. Algunos amigos míos dentro y fuera del país ayudaron en la adquisición de los medicamentos más importantes. Yo luchaba conmigo mismo buscando borrar esa imagen de Reyna que se repetía en mi cerebro, la misma que en ocasiones se cambiaba por el rostro de Alberto.

Han sido varios meses de caídas, recaídas y lágrimas, pero lo estamos logrando; el oncólogo asegura que Alberto puede vivir muchos años si mantenemos la Leucemia Linfocítica Crónica controlada. Además, mañana Alberto tendrá una cita con Sofía, una de las enfermeras del hospital, todo indica que él pronto podrá contar con una dama a su lado.

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