Mi abuelo había fallecido unos meses atrás, fue la primera pérdida, la que lo cambió todo. Éramos seres de pocas palabras pero nos entendíamos a la perfección.

Los días pasaban acompañados de canciones depresivas, caminaba con la cabeza gacha, el cielo muy lejos de mis ojos y una sombra me abrazaba fuerte.

Trabajaba en un cubículo espantoso que me negaba a decorar, frente a mí, solo un teléfono, y llamado tras llamado las voces del rechazo me desgarraban el pecho. Un trabajo impuesto por el mandato familiar.

No era feliz. En octubre me mudé, y el cambio me había agotado así que tomé la decisión de volver unos días a mi pueblo y recuperar energías.

Pero allí me recibieron malas noticias. Mi madre estaba enferma, la habían diagnosticado erróneamente con una gripe cuando en verdad tenía una neumonía avanzada.

Mientras la cuidaba yo misma me había resfriado. Tenía que volver a la ciudad y dejarla a cargo de mi hermano, los días se habían agotado y el trabajo me esperaba ansioso por volverme esclava nuevamente.

Llegué al departamento vacío, me pegué una ducha y me acosté. De repente percibí que mis palpitaciones se habían acelerado, mi corazón latía fuerte, pensé que iba a reventar, una fuerza me oprimía el lado izquierdo del cuello, pecho y axila, tuve que prender la luz y caminar hasta el baño en donde comencé a tener arcadas, intenté calmarme, pero algo en mi cerebro se había disparado, era una energía negativa que no me dejaba dormir, torturándome una y otra vez.

No podía más, por la madrugada me fui sola a la guardia, en donde me hicieron ciertos estudios. Cuando dijeron que había tenido un ataque de pánico me sorprendí completamente, jamás había tenido uno y siempre había creído que las personas exageraban cuando hablaban de ellos.

Unos calmantes y la buena compañía eran la receta para mejorar, aunque los primeros no funcionaron.

Había tocado fondo. Mis emociones se expresaban en mi cuerpo, no podía seguir así, tenía que darle un giro completo a mi vida, liberarme de lo que me estaba oprimiendo y ser muy valiente, pero no sabía si sería capaz de hacerlo.

Rutina.

El sabor de unos spaghettis a la bolognesa me hizo recordar aquel mediodía en el que había decidido ser ilustradora, estaba comiendo unas pastas como esas cuando en el televisor pasaban un documental de dibujantes de la Argentina. De repente la pasión olvidada me recorrió las venas.

Estaba en el lugar cómodo, en el trabajo que me daba mi familia. Decidí hacerme una carpeta de dibujos y me animé a tocar puertas por primera vez. A la primera me dolía la panza y me consumían los nervios, pero después de la octava todo fue distinto.

Un día llegó el llamado que tanto esperaba y al fin pude decir el temido “Renuncio”.

Agradezco haber sufrido aquellos días porque gracias a eso, hoy puedo levantar la cabeza y ver el cielo.

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