Jacobo recordó las sabias palabras que siempre escuchó decir a su padre siendo niño: «No dejes para mañana lo que puedes hacer hoy», que él las adecuó como «mañana será tarde», cada vez que la flojera le invitaba a abandonar lo que estaba haciendo y la mujer gorda que le revolvía los sesos, le recordaba esa cantinela.
Tenía razón el viejo, un dedicado artesano de la costura que se formó solo, a puro ñeque, pensando siempre en ser un poco mejor cada día, pese a la mala salud de sus pulmones que a diario le fueron haciendo más difícil sobrevivir, sin contar todas las dificultades y falencias que le acompañaron desde su juventud, allá por los años de la guerra, en que abundaba la miseria, más no la comida ni el trabajo, ni tan siquiera una mínima oportunidad para escapar de la población donde vivía a orillas del Mapocho; desarraigado e invisible para el resto de los habitantes de la gran ciudad.
Tenia razón el viejo, pensó Jacobo, mientras corregía -cansado y somnoliento- los últimos exámenes de los alumnos del curso que dirigía en la escuelita de la comuna, deseoso de terminar pronto e ir a la cama a descansar. Vivir en esas condiciones no debe haber sido el mejor ambiente para superarse, se dijo para sí, excepto para aquellos espíritus emprendedores que lograron trastocar la desgracia en el capital apropiado para triunfar. Estaba seguro que su padre había sido uno de aquellos espíritus luchadores, que no se doblegaban fácilmente y que por sobre todo afrontaban la adversidad, convirtiéndola en un aliado; actitud que él siempre intentó copiar en sus cotidianas contiendas con la sobrevivencia.
Único hijo sobreviviente de cinco hermanos; dos de los cuales solo alcanzaron a respirar unas pocas horas; un tercero que murió enfermo en su juventud y el cuarto que se mató atacado de una fuerte depresión, Jacobo logró salir del entorno donde vivía, dejando atrás el río y su mierda; las maltrechas casas-callampas de la población y particularmente el perenne cielo gris que cubría ese lugar, que le acompañó hasta el día en que se fue a estudiar a la Normal de Profesores y pudo ver un mundo diferente, brillante y atractivo.
No se fue solo de ese entorno, llevó consigo las marcas de una vida llena de privaciones y dolencias; cargando en su pie derecho las secuelas de una poliomielitis infantil y la debilidad de un estómago ulceroso, que tempranamente lo convirtieron en un hombre acabado, fortalecido solo por su inmensa vocación de ser un maestro primario, un formador de jóvenes espíritus, título que logró alcanzar.
Era pasada la medianoche cuando Jacobo se detuvo un instante; se desperezó respirando profundo, luego bebió un sorbo de te frío, le hizo un desprecio a la úlcera y continuó su tarea. No tengo tiempo, debo terminar ahora, se dijo. Estos jóvenes esperan con ansiedad y temor el resultado de sus exámenes y no debo fallarles. Muchos de ellos aspiran ser un poco mejor mañana.
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