Una piedra en el estómago a las seis y media de la mañana me gritó: «¡Ven a mí! Castigaré tu sueño. Sal de ahí, de tu cama, de tu embeleso». Era incómoda, apretaba, pesaba. No podía más que acatar. ¿Era una Voz que me llamaba a escribir o quizás, el final de un sueño inquietante que me situaba, con 17 años, bebiendo cerveza a saco en la barra de un bar porque sí, porque me daba la gana? Reía complacido, se revelaban los dientes perlados, era mayor y joven a la vez; y joven no soy…

Me despertó la piedra en el estómago. Hace una hora. Y soporté el dolor, la insistencia, las vueltas en la cama, las ganas de cagar. Ahora estoy sentado en este sofá de mierda rellenando con un bolígrafo negro las páginas de este cuaderno comprado en un chino para sentir la épica de la escritura, el arrebato de la creatividad. Pero, ¿qué épica ni qué ostias? ¿Por qué? ¿Para qué escribo estas tonterías? Miro por la ventana que tengo a mis espaldas. Mi cuello se queja: latigazos y faltas de coordinación. ¡Ay! Mejor me voy a poner de pie y oteo el horizonte acodado en el vano de la ventana.

El cielo es blanco, y aún nocturno, nublado; el aire sacude los árboles con derechazos impertinentes. A lo lejos, las luces de las farolas de Conil. Y aquí, a escasos trescientos metros: destellos de algunos coches en movimiento, sonidos de ballesta que vienen y van por la carretera. ¿Y con esto voy a contar una historia? Escribir es algo más serio, más formal, no esta puta mierda improvisada. Sí, claro, pero ahora lo que quiero es contemplar el brillo del amanecer de un nuevo día para trasladarlo al papel; aunque quizás esto, sea sencillo: las luces se apagan, el día se levanta, y todo se forma, transforma y muere; como ayer, como siempre, como hace millones de años.

Vuelvo de nuevo al sofá. He de escribir. Algo tiene que llegar… ¿Cuál es el sentido de la tinta negra sobre el papel blanco y cuadriculado de este cuaderno chino? Escribo signos alfabéticos, sí, pero también dibujo líneas, círculos, cuadrados amorfos que relleno de negro para sentir el paso del tiempo. El resultado es el mismo: negro sobre blanco, con o sin significación alguna. Esta página coloreada de negro vale un peine; apuntillada con símbolos gráficos, vale otro. El conjunto no es más que miel para las llamas de un incendio.

Percibo los guantazos del Levante. El viento es aire. El aire está ahí, sin principio ni fin, va y viene… y las luces de las farolas de Conil se han apagado. Empieza el nuevo día. Son las ocho de la mañana del lunes 27 de agosto de 2018 y voy a vivirlo pues nadie me lo arrebatará. Pero antes, volveré a tirarme sobre la cama un rato largo, un largo instante.

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