Mal de ausencia

Mal de ausencia

A Joaquín nunca le gustó estudiar. Pero iba a la secundaria porque mucho menos le gustaba trabajar (la opción paternal era esa: “estudiás o trabajás”). Sin embargo, ese año sí que disfrutaba las clases, pero solo porque había descubierto a Paula, y la observaba y la admiraba, y hasta soñaba en un futuro juntos. Ella se sentaba en la fila de al lado, tan solo un lugar por delante de él. Se encontraba en la ubicación ideal para mirarla sin que ella advirtiese que lo hacía casi con insolencia durante todo el tiempo. Su Paula era la mujer más bella, amorosa, sensual, perfecta del mundo. No lo era, por cierto, pero sí la única que de vez en cuando lo premiaba con una sonrisa dulce que caía y permanecía dentro del alma de Joaquín, alimentando esperanzas de encuentros amorosos que su timidez le impedía iniciar.

Un miércoles ella no apareció en clase, Joaquín se sintió defraudado: por absurdo que pareciera, creía que ella tendría que haberle avisado. Al menos esperaba que el faltazo tuviera algún motivo sin importancia y que al día siguiente se volvieran a ver. Esa jornada se le hizo interminable.

Paula no fue tampoco el jueves. Para que el paso de las horas no le resultara tan atroz como en el día anterior, decidió ponerse a leer el libro de biología, al menos le serviría para el examen de la semana próxima.

El viernes el asiento de Paula continuó vacío, y Joaquín se enfrascó en literatura y geografía para mitigar el paso de las horas de ausencia inevitable. Ya en su hogar comprendió que no tendría noticias de ella hasta el lunes y volvió a sumergirse en los libros para no atormentarse con el pensamiento de la amada ausente. Hasta llegó a estudiar la parte de geografía que el profesor explicaría recién en la semana venidera.

El lunes llegó a la escuela con la ansiedad y la esperanza de verla; pensó que seguramente Paula había estado ligeramente enferma y, por supuesto, ya estaría espléndida como siempre. Entraron al aula y el asiento de Paula continuaba vacío. “Estará por llegar”, deseó, pero no, no llegó, y en el segundo recreo Joaquín no aguantó más, se dirigió al jefe de celadores y simulando indiferencia le preguntó por la alumna ausente, “por razones de estudio en equipo”, mintió. El celador jefe lo miró con una sonrisita irónica y le dijo: “Se fueron, pibe. Parece que al padre lo transfirieron al exterior y se fueron”. El baldazo de agua fría lo arrastró hasta el aula y lo desparramó pesadamente en su asiento. Desolado, tomó el libro de historia e introdujo toda su atención en las viejas Grecia y Roma. Cada vez que se le aparecía la imagen de Paula se esforzaba en volver a Cicerón, a Pericles o a alguno de los Césares. En los días sucesivos hizo lo mismo con todas y cada una de las asignaturas.

Joaquín egresó de la escuela secundaria solitario y con medalla de oro.

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