Entre líneas

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Javier Reiriz

03/10/2018

Dicen que el amor es una especie de locura que llega y se va sin avisar, algo semejante al viento, que pasa sin dejar rastro unas veces, asolándolo todo otras. Dicen, también, que es una enfermedad ciega que no se detiene ante razas, religiones o condición social de los que la padecen. Mi experiencia me dice que quienes defienden estos razonamientos no han vivido el verdadero amor; o al menos, la clase de amor que a mí me mantiene vivo desde que reparé por primera vez en aquella mirada.

En mi larga existencia he contemplado ojos con los más bellos colores nunca vistos: negros, como lúgubres y profundas grutas; verdes, como las más puras esmeraldas; azules, como infinitos cielos y mares… Sin embargo, los que mantienen cautivo mi corazón son del más delicado color miel. Son tan peculiares que a veces parece que quien me mira es un ave rapaz, con ojos penetrantes; otras, su mirada se confunde con la de un felino, siempre al acecho y expectante. Pero por encima de todo, lo que más me atrae de esos ojos es su profundidad. Te miras en ellos y nunca llegas a ver el fondo. Siempre hay algo detrás, lejano e inalcanzable, como la mujer que los porta.

La primera vez que la vi tuve la certeza de que era el timón que guiaría mi vida. Podría convertir mi existencia en una perfecta travesía, llegando a salvo a puerto, o en una tempestad, zozobrando sin remisión antes de llegar a él. Ella debería ser la llave, el motor que hace que todo esté ordenado y en funcionamiento. Yo, la cerradura, que se limita a esperar acumulando óxido y herrumbre hasta que se abre a la vida. Desde ese primer día supe que ya no tenía voluntad, que ella, de querer, manejaría los hilos de esta marioneta que no dudaría en darlo todo por cambiar de condición y poder vivir para siempre reflejado en su mirada.

Durante una temporada fuimos inseparables. Pasábamos interminables y románticas veladas hasta que el cansancio subía a sus párpados rendidos por el peso del sueño. Yo seguía contemplándola el resto de la noche, velando su descanso y empapándome de su fragancia. Consiguió que me sintiese como el ser más feliz que haya existido jamás. Cuando me interrogaba notaba cómo me atravesaba con su mirada. Sus manos estaban siempre ocupadas, pasando páginas, tocándome… Tan dichoso era que le conté mis inquietudes, mis temores… Todo menos lo que más me importaba: mi imposible amor por ella. Y la perdí de repente, como a tantas otras. Una noche las tinieblas dominaron sobre las luces y ya no hubo un mañana. Al final pasó lo que tenía que pasar, que no les seduce mi inmortalidad y prefieren algo terrenal.

Dicen que el amor llega y se va sin avisar y que es perecedero. No estoy de acuerdo. Incluso para un personaje de ficción como yo, un vulgar personaje de novela, el verdadero amor es inmortal.

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