Los aplausos se silencian. Las luces se apagan. La gran carpa del Circo queda desierta, sin risas, sin exclamaciones de asombro, sin algarabía.

Solo, delante del espejo, va quitándose lentamente la pintura que cubre su verdadero rostro, el rostro de un luchador.

Sobre la mesa de su camarín quedan abandonados la nariz roja y la grotesca peluca naranja.

Por un instante cierra los ojos y revive la escena. Su padre, con la cabeza apoyada en el enorme escritorio y una siniestra aureola de sangre denunciando el suicidio. Al rato, decenas de buitres comienzan a revolotear sobre el cadáver exigiendo su parte, demandando saldar deudas. La compasión, ausente. El dolor y el amor, extraviados en la lucha por el poder.

Sólo él comprende el mensaje. El corazón le dicta su destino y se abraza a él sin importar la oposición de su aristocrática familia. Ningún vínculo lo une a ella y no lo lamenta. Es libre, decide por sí mismo.

Ahora es feliz en la enorme pista circular gastando bromas, haciendo piruetas, luciendo extravagantes vestimentas de brillantes colores.

Ama la risa franca de los niños, su sinceridad al disfrutar del espectáculo.

Atrás quedó la hipocresía de aquellos que fingían ser amigos y que en realidad sólo corrían en pos de sus propios intereses.

Atrás quedó la envidia y el combate cuerpo a cuerpo por llegar a la cumbre pisando cabezas como lo hicieron con su padre.

Atrás quedaron los amores superficiales e insensatos, amores egoístas que hieren y destruyen.

Atrás quedaron las imposiciones que poco a poco fueron tejiendo una telaraña que intentó mantenerlo cautivo.

Atrás quedaron las malezas que le impedían ver con claridad su destino. Las incineró como si fueran carroña.

Se mira al espejo con detenimiento. ¡Libre!, grita su espíritu batallador y sonríe complacido.

«Tu visión devendrá más clara, solamente cuando mires dentro de tu corazón…Aquel que mira afuera, sueña. Quien mira en su interior, despierta». Carl Jung

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