Ahí Viene el Antropoide

Ahí Viene el Antropoide

¿Quién se habría imaginado que, en aquellos tiempos, un Antropoide vendría a estas tierras? Nadie lo creería. El solo concepto suena a ciencia ficción. Yo mismo habría pensado de ese modo. Sin embargo, jamás me imaginé que su llegada fuera tan real, tan próxima, tangible.

Las tierras a las que me refiero vivieron siempre en paz, en medio de un continente orgulloso, entre grandes naciones y civilizaciones. Nada pasaba en aquellos lugares tan poco conocidos, aparte de la faena minera. Algunos decían que nuestra labor era esencial para la existencia del país. ¡Si hubiesen sabido cuán equivocados estaban!

Yo nací en aquellas praderas a finales del siglo anterior, aislado de los grandes acontecimientos, tanto buenos como malos. Vivíamos una vida tranquila, alegre, en la que todos éramos amigos. Algunos, como yo, tuvimos la suerte de encontrar la verdadera felicidad a la vuelta de la esquina. Mi mujer, la más bella de todo el pueblo, había posado sus verdes ojos sobre mí, y yo, ni tonto, no la dejé escapar. Fueron años felices, llenos de amor, descendencia y bonanza.

Hasta que llegaron los soldados.

En un principio, parecía que aquellos extranjeros querían lo mejor para nosotros; nos hacían sentir aún más esenciales que antes. ¡Si tan solo hubiésemos sabido antes sus verdaderas intenciones!

Esos hombres demostraron ser todo menos amigables; resultaron ser hoscos y distantes. Esos «atributos» se acentuaban con determinadas personas, por algún motivo que mi familia y yo no éramos capaces de comprender. No obstante, algunos vecinos compartían dicha discordia con los extranjeros. Sólo Dios sabe que, para los extranjeros, todos éramos igualmente despreciables.

Para cuando mi hijo menor se casó, las cosas se obscurecieron para siempre. Las armas imperaban, y las desapariciones eran cosa de cada día. Pero, por algún motivo, nuestras tierras conservaban la armonía, en cierta medida. No así nuestros alrededores. En Checoslovaquia, todo era tristeza y sangre.

Un día, un hombre alto, delgado, de rostro equino y cabellos dorados se sentó en el trono de nuestra nación, con bellas consignas de orden, lealtad y eficiencia. ¡Cuán ciertas llegaron a ser dichas finalidades! Nada escapaba a la regla del Carnicero de Praga, pues de lo contrario, ni un pecador se salvaba de la marca de fuego. Esto no nos pasaba a nosotros. Por algún motivo, vivíamos al alero de una quietud prostituida, vulgar.

Su reinado fue breve pero feroz. Gracias a dos ángeles caídos del cielo, verdaderos compatriotas, el Rey Heydrich murió sin dignidad, con la misma violencia que él impartió.

Fue en ese momento en que el Antropoide llegó a nuestra puerta.

Fue en ese momento en que nos sacaron de las camas.

Fue en ese momento en que nos dispusieron en filas.

Fue en ese momento en que todos caímos.

Y fue en ese momento en que mi nieta se levantó de entre los muertos.

Nosotros seguimos aquí, en Lidice, nuestra tierra, en paz, sin comprender las razones de nuestro fin.

A pesar de todo, al menos yo, sé que el Antropoide triunfó.

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