María caminaba bajo los ardientes rayos del sol. Sus chanclas levantaban el polvo del camino que la llevaría a todas partes, y a ninguna de ellas.
Atrás quedaba toda su vida. Sus padres habían sido asesinados por los insurgentes. Su vivienda fue incendiada y la tierra donde nació, fue usurpada por los violentos.
Con apenas doce años, quedó sola en el mundo. Vestida con falda y blusa desteñida y de talla superior, era la imagen misma de la derrota.
Fue la última en abandonar la vereda, la cual quedó despoblada y bajo el dominio del grupo armado. Sus pasos cansados, su rostro marchito y desolado, reflejaba el dolor .
Sin saber a donde ir, partió en busca de un destino incierto que nada bueno prometía.
Durante varios días con sus noches, deambuló por caminos y carreteras, comiendo frutas a la vera de los caminos, asaltando las colmenas de los árboles para comer la rica miel, y entrando furtivamente en los potreros, para extraer la leche de la ubre de la vaca, y tomarla directamente con su boca. Ocasionalmente mendigaba un trozo de pan para calmar el hambre.
Una tarde espléndida para los demás, más no para ella, entró a una gran ciudad, su nombre, Cali. Esta tenía muchas avenidas repletas de vehículos, que, rápidos se movilizaban, y edificios muy altos y de relucientes ventanales de vidrio. Las personas se movían con afán en un constante frenesí. Y en medio de tanta gente, se sentía tan sola y aterrada, que solo le provocaba llorar para calmar su angustia.
Poco a poco aprendió a sobrevivir junto a otros niños de la calle, que iguales a ella, estaban olvidados por todos, hasta por la vida misma.
Dormía en parques, o escondida en viejas edificaciones abandonadas, corriendo y luchando cada noche para no ser violada.
Bajo el amparo de la luna, y en medio de una profunda melancolía, solía llorar recordando aquel día nefasto, que se agigantaba en su mente, llenandola de terror.
No obstante, y a pesar del drama singular que vivía, tenía fe de que su suerte cambiaría, y en secreto a Dios rogaba para que todo su sufrimiento acabara.
Un día, en la vitrina de un centro comercial, un grupo de personas miraban un noticiero por la televisión y comentaban entre sí, diciendo: — ahora sí habrá paz–.
Era el representante de un grupo insurgente, que se acogió a un proceso de paz, para lograr beneficios personales y políticos.
Con asombro reconoció al elegante personaje, que vestido de saco y corbata, pregonaba que la paz estaba con él. Sí , era él, aquel que asesinó a sus padres y a ella dejara desamparada.
En silencio lloró por su tragedia. Con el corazón a punto de escapar de su pecho, siguió su camino y desde lo mas recóndito de su alma, a su victimario perdonó y a Dios esta plegaria elevó: – » Dios mío, perdonalos porque no saben lo que hacen» -.
Fin.
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