—Ahora o nunca. —Eso fue lo que me dije. Todo el que es capaz de empacar sus miedos e ilusiones en una maleta y poner rumbo hacia ella, lo hace con la esperanza de encontrarse o, en el fondo, de perderse.

Algunos dan con lo que andan buscando; el trabajo de sus sueños, el amor de sus vidas o el mejor de los bares. Otros creen haberse equivocado cuando les golpea la soledad que, paradójicamente, alberga una capital.

A mí sus calles me enseñaron a crecer a base de perderme. A menudo pensé que me venía grande y, en cambio, alguna que otra vez me faltaron avenidas. Fue donde entendí que nunca hay miedo más grande que el que se tiene a una misma, ni satisfacción mayor que saber que solo contigo ya es más que suficiente.

Vine creyendo que las oportunidades solo pasan una vez en la vida y que era una putada subirse al tren equivocado, pero con el tiempo descubrí que siempre hay otra ruta alternativa en el metro para llegar tan lejos como quieras. Que la vida, muy de cuando en cuando, te sorprende y algunas paradas te llevan justo a la puerta de tus sueños, aun sin saberlo.

No voy a negar que, entre otras cosas, aprendí a echar de menos y hasta a amar de más. Y es curioso porque, fueron pasando los años y, aunque los míos estaban lejos, entendí que aquí me tenía a mí.

Es lo que tienen las grandes ciudades, tan de todos y tan de nadie, que te sacuden, te revolucionan y en ocasiones, hasta te enamoran.

Para mí siempre será mi maestra, aunque muchos la llamen simplemente Madrid.

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