A Pedrito le iba mal en la escuela. Su maestra estaba preocupada porque el niño estaba siempre distraído, y parecía ausente. Ella sabía que su familia era disfuncional, pero no imaginaba la gravedad de la situación.

El pequeño, casi a diario, veía horrorizado cómo su alcoholizado padre golpeaba a su madre, y por las noches se escabullía en la habitación de su hermanita. El ingenuo niño no entendía bien qué sucedía, pero en las mañanas, al observar a la hermosa chiquilla, podía percibir miedo, desazón y tristeza reflejados en su inocente rostro.

Pedrito detestaba a su padre; él quería ayudar y defender a su madre y hermana, a quienes amaba muchísimo, pero cuando lo intentaba, lo único que conseguía era que su progenitor lo golpeara también. El chico le temía y se sentía muy mal; pensaba que era débil y cobarde; sin embargo ¡qué podía hacer un niño pequeño como él frente a la violencia de un adulto alcoholizado!

Una mañana corrió, como todos los días, al dormitorio de su madre para despedirse de ella antes de ir al colegio. Cuando abrió la puerta la vio tendida sobre la cama, inmóvil. La palidez de su rostro contrastaba con las grandes manchas rojas en las sábanas. Pedrito quedó petrificado.

En un rincón de la habitación estaba el padre. Su cuerpo exhalaba un fuerte olor a alcohol, y de su mano derecha colgaba un enorme cuchillo ensangrentado. El chico, aterrorizado, se sintió empujado hacia afuera por una fuerza incontenible. A partir de allí todo se tornó muy confuso. Pedrito no estaba seguro de lo sucedido, pero recordaba haber escuchado un estruendo, y luego verse a sí mismo junto a su hermanita, con un arma en las manos, y a su padre tirado en el piso de la habitación, inmóvil.

Minutos después la casa se inundó de policías, investigadores y técnicos forenses, quienes examinaban los cuerpos inertes, recogían muestras de todo lo que encontraban y tomaban fotografías. Cuando terminaron las pesquisas, colocaron los dos cadáveres en bolsas de plástico y los sacaron de la vivienda.

Pedro sintió que lo sacudían. Despertó, sobresaltado; estaba confundido. Oyó la voz de su compañero diciéndole—:Tenías una pesadilla—. Se puso de pie, fue hacia el lavabo y abrió la llave. Mientras el agua corría, cerró los ojos y con mucha tristeza rememoró las lágrimas que tantas veces, como un niño temeroso, y sintiéndose impotente, había visto resbalar por las mejillas de su querida madre.

Pensar que su hermana estaba segura y era feliz con su familia adoptiva y que pronto se reencontraría con ella, lo había ayudado a superar la muerte de sus padres, así como los primeros años pasados en una correccional de menores, y más tarde, siendo ya un adulto, en la prisión.

Al cruzar las puertas de la cárcel el joven se sentía feliz. Gracias a su buen comportamiento y al enorme esfuerzo hecho para estudiar, había logrado recibirse de abogado, una reducción de la condena, y la libertad. La pesadilla, finalmente, había terminado.

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