Después de un día de sol monótono, se partió la negra cúpula con su pluviosa melodía del guasá; ora bailan su currulao en el zinc las gotas, ora zapatean con sus pies descalzos los chorros sobre el terraplén pedregoso y los puentes. El chiquillo se va con los pies del corazón desnudo, latiéndole en las tablas del piso que los mantiene sobre la pleamar. En el pasillo, a sus espaldas, se acuesta tristemente la luz blanquecina de la luna que reverbera en la marea. Subido en una banqueta, por el vano encima de la puerta, están sus ojos expuestos a la vergonzosa curiosidad que lo espabiló. Ahí bajo la incandescencia cenital de la bombilla, están vestidos de la exudación de un violento trabajo. Con metódica prisa se baja del taburete de madera y se vuelve al sórdido cuarto. Intenta buscar el sueño, pero en su fuero interno arde reciente la impresión.

Al día siguiente, bailan en los terraplenes y los puentes de Sanyú, el sol bárbaro del puerto de Buenaventura y la tufarada salobre de la marea baja. Se va por ahí, por el camino de siempre de bajamar adornado por las casas que, desde sus estacas, cantan con sus equipos de sonido más grandes que ellas mismas. Otro día de calor inmisericorde y el pequeño Otilio, en vez de haber ido a estudiar, sale de la galería de Pueblo Nuevo con sus cinco mil pesos remunerados de la carga de bultos. Trae el uniforme sucio y maloliente, pero embriagado con el olor contante y sonante de la plata. Se adentraba rebosante de alegría a la casa preñada de hálito de pescado: “¡Mamá, mira, mira! ¡Aquí traje para el arroz! –Decía-.” Empero, de inmediato se le metía hasta los tuétanos el mismo sonido de anoche y de muchas noches y días: los chillidos chispeantes de la cama y la agonía de esa voz.

¡Otra vez lo mismo! ¡Hasta cuándo! –Empuñaba la impotencia mientras miraba los platones de aluminio llenos de Palma, Bocachico,… La faena lasciva siguió imperturbable, aunque Otilio se fue resuelto para la cocina; ora gritan las ollas y tintinean los cubiertos y platos, ora se llena el vaso con la última gota.

-¡Otilio! –Gritó desconcertada doña Josefa-.

-¡Ya no podía permitir que te siguieran haciendo daño, mamá! – Dijo el pequeño Otilio-. ¿Sabrá como el Bocachico? Se parece al Bocachico –Murmuraba Otilio con el machete embadurnado del plasma del negro barrigón que, en efecto, tenía la boca como el Bocachico-.

Corriendo, con un desvarío, se fue la negra exuberancia, cubierta toda en nada, de la señora Josefa. “¡Se le metió el diablo a Otilio! ¡Se le metió el diablo a mi hijo! –Vociferaba su acento plebeyo por los puentes y terraplenes de Sanyú-.” Y mientras tanto, cantaban una salsa las olas de la marea, degustaban una cerveza, bronceándose los mangles. Quejumbrosa se iba, por el camino dragado, una Yubarta EVERGREEN cargada con sus gráneles bayenatos. ¿Y Otilio? Otilio le sacaba las entrañas al Bocachico. ¿Sabrá como el Bocachico? ¡Se parece al Bocachico!

Agosto de 1999

Tu puntuación:

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS