Después de escribir, mi pasión se encuentra entre ollas y sartenes. Siempre he tenido la idea de que la buena gastronomía no difiere demasiado de la buena literatura. En ambas, el arte de la sutileza, el detalle perfectamente pensado y puesto en escena resulta determinante para lograr un producto digno de ser devorado por el comensal o el lector. En la gastronomía, el cocinero se preocupa por preparar los mejores aderezos, salsas o guisos para darle un sabor exquisito a un plato. Y para lograrlo requiere de ingredientes no sólo aptos para una buena combinación, pues un cocinero que se precie sabe que el sabor de un plato no depende solamente de una preparación apropiada, sino también de la calidad de los insumos que utiliza. Ocurre otro tanto con la creación de platos. El cocinero debe buscar, experimentar, a veces echar a perder pero aprender siempre y no dar por terminada una jornada de creatividad sin antes haber dado todo de sí hasta sentir que ya no le queda otra opción que claudicar, pero temporalmente, pues el buen arte es una batalla constante y sólo la ganan aquellos que persisten. Un día alguien me dijo que las preparaciones —donde cada ingrediente juega un papel aparentemente irrelevante pero a todas luces determinante— pueden ser comparadas sólo con la interpretación musical de una orquesta. En ella vemos varios instrumentos que parecen no sonar, pero que, si los quitamos, la melodía no sería la misma. Esto es algo que caracteriza a la comida también. Cada ingrediente cuenta, aunque no podamos notarlo; el sabor final es la suma de todos ellos y la ausencia de uno es perceptible. Quien logra dar con ese quid de la cuestión es aquel cuyo oficio es tan afilado como su buen gusto. Asimismo, en la literatura, es el escritor el encargado de visualizar una idea, reunir los recursos y disponerlos de la mejor manera para darles forma y sentido, un significado. Debe tener la capacidad de —al igual que hace el cocinero con los insumos— elegir las palabras adecuadas, los giros precisos y crear expresiones que le permitan solventar el desarrollo de una trama que resulte apasionante, mientras vierte en ella parte de su propia alma. Desde luego, esta es una batalla que demanda tiempo y paciencia. Si comete el ingenuo error de esperar que tras el primer intento resulte un clásico contemporáneo, será mejor que sepa despertar a tiempo y comprenda que no nació para el oficio. Muchas veces, tanto el cocinero como el escritor tendrán que pelear contra sí mismos; su pasión es, al mismo tiempo, su némesis y su verdugo será su propio juicio. El arte, a fin de cuentas, no es sino el resultado de una gresca interna cuyo ganador, para bien o para mal, no será el artista, sino el consumidor de dicho arte. El cocinero crea buenos platos; el escritor, buenos libros; por lo tanto, el cocinero se debe a sus comensales y el escritor a sus lectores.

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