11 de marzo de 1901


Hola querida,

 

Prometimos no escribirnos más, pero yo no puedo encontrar una razón para extender este silencio y me he decidido a dejarlo todo sobre esta piedra. Me ayudaste a comprender esos enigmas del callar con voluntad. Me enseñaste además, las reglas supremas de decir siempre las cosas con veracidad. Si tan solo yo hubiera entendido un poco de esa inteligencia tuya de antes, volverla aquí en este presente, o haberla vislumbrado con anterioridad. Yo sé que las confesiones no tienen un propósito útil, hasta el momento en que se escuchan con otra voz que no es la nuestra, y sé además, que no reciben el perdón a menos que haya esa especial unión del dolor y la paz. Querida mía, tú hubieras preferido que yo fuera al mar, ¿verdad?, porque repetías en nuestras pequeñas conversaciones que el mar se hizo para contener todos los sabores, y también todos los ahogos. Y vaya ahogo es este, y a lo que sabe. ¿Recuerdas tú, ese día en que cocinábamos juntas por primera vez?, el olor impregnó toda la casa; el vapor tibio se alzó, empañando la ventana frente a la cocina y tú, con los ojos fuera del mundo, pensando en tu lejano hogar, con la yema de tu dedo escribiste la palabra «libertad». Incluso pudimos oír cantar a los niños; que los patrones dejaran de pelear; y que los perros chillaran en la puerta. Comernos un par de uvas nos causó esa brutalidad… El patrón sin embargo, después de ello… después de ello… fue como si saboreara el mayor de los manjares. 


Te extraño querida, de las dos siempre fuiste tú quien mantuvo a lomos el peso de la villanía. Porque me doblabas en edad, en responsabilidad, y en esclavitud. Cocinaste como una sirvienta desde que te entregaron con dolor como pago a una deuda de tu padre. El alcohol encontró en tus utilidades, a parte de las borracheras silenciosas, la cura a tus heridas; de todos los órdenes posibles. Te vi buscar ser una corriente, pero tu dedicación, por razón de la irremediable situación, te hizo una sirvienta original.
 

A pesar de que han pasado treinta años desde que te me fuiste, tengo fresco en la memoria el sabor de tus comidas, de tus salsas agridulces sobre el cerdo. Era una completa delicia, que nunca probamos más que para asegurar que servían. El queso era tan blanco como tú, y su sabor tan dulce… tan amargo… como tú. El vino era como tú, todo era como tú. Dejaste en ese hogar del infierno aquí en la tierra, todos los matices de la súplica, de los quejidos, pero también de la dulzura. Oh amiga… quisiera ir al mar de donde decías venir. Me lo prometiste querida. El coctel de camarón, la cazuela de mariscos, la sopa de cangrejo, «¡viudo de capaz…! viudo de capaz…» repetías con lágrimas, al pensar en tu papá.

Cómo te extraño…

 

Por siempre tu amiga.

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