El padre Simón se persigna y eleva las manos mientras inicia el rito de la unción de los enfermos. Saluda invitando a la paz a toda la familia Olivares y asperja agua bendita sobre el moribundo. Hace una breve monición y se acerca a Ernesto para escuchar sus pecados. La esposa y la hija, Eva y Ana, salen para darles privacidad. La voz de Olivares es débil, llora en varios momentos, recordando la gula que le atormenta desde pequeño, las veces que le fue infiel a su esposa y otros pecados más que agobian su alma. El capellán asiente y le anima a seguir cuando le desfallece la voz y se queja del dolor detrás de los ojos fruto del dengue hemorrágico que le carcome el cuerpo. El padre lee el Evangelio de Mateo y le da la Santa Eucaristía en las dos especies, pan y vino, tal como lo habían solicitado a la parroquia. Olivares la toma primero con los labios y luego, con devoción, la coloca sobre su lengua como es su costumbre. El sabor afrutado del vino, despierta la imaginación y evoca la primera comunión: el estreno donde recibió a Cristo con la inocencia de un niño y los churros con chocolate que le había preparado su abuela Marita aquella tarde; ella los preparaba con mucha azúcar espolvoreada y unas chispitas de canela que le encantaban y le dejaban el aliento oloroso. Cierra los ojos y, a medida que se desmenuza la hostia en la boca, recuerda otro momento donde comulgó bajo las dos especies: su matrimonio con Eva. Cómo olvidar el banquete que celebraron en la finca de su padrino de bodas, con un puerco en puya, y el cuerito que tanto le deleitaba cuando lo masticaba y se le deshacía la textura crocante entre los dientes con sabor a sal marina, ajo y orégano. A medida que saliva con el recuerdo de las delicias, la oblea se disgrega y la traga de a poco; reza un Padre Nuestro y luego un Ave María. Cierra los ojos y sonríe, regodeándose en la presencia de Jesús. Levanta la mano y despide al sacerdote luego de la santa unción. Su esposa y su hija entran. Olivares les anuncia: – Mi alma está en paz, sólo falta que Dios me dé la oportunidad de vivir–. El enfermo se queja, sereno, del dolor, que no le deja pensar; y la boca, que le sabe a sangre, a hierro. Esa noche, Olivares despierta y pronuncia incoherencias, los órganos internos sangran y le ha bajado la presión arterial. Abre los ojos y contempla a su esposa, quien llama a las enfermeras. El paciente cierra los ojos y se despide apretando las manos de Eva. Luego, no responde, no despierta. La esposa siente la mano fría. Contempla el rostro de Ernesto y le ve sereno. Llora y mira al cielo: desea que Ernesto pronto disfrute del banquete celestial que tanto anheló en vida.
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