EL SABOR DEL PRIMER BESO

EL SABOR DEL PRIMER BESO

Siempre pensé que mi primer beso sería algo especial, un momento sublime en el que mis labios, sedientos de pasión, buscarían los labios de otro maravilloso ser.  Aunque, siendo sinceros, a los trece años, con la testosterona invadiendo mi cuerpo, hubiese podido ser cualquier persona. Pudo haber sido la vecina de diecisiete años que me miraba coqueta con su minifalda rosa o la inquilina de gran “personalidad” que mamá había instalado en casa. En realidad pudo ser cualquier mujer, no familiar hasta el cuarto grado de consanguinidad.
Ese primer beso era una obsesión, hasta lo practiqué conmigo mismo en el espejo. 
Todo se resolvió una tarde de verano. Mamá invitó a almorzar a su mejor amiga y a su hija veinteañera para que disfrutaran de su especialidad: sopa de pescado con zumo de coco.
Después del almuerzo fuimos al patio, donde mamá tenía colgadas tres hamacas en un quiosco de palma. Las mujeres se apoderaron de las hamacas, dejándome a la deriva. Tuve que sentarme en un taburete, recostado a los horcones del quiosco. Allí, inclinado, me dispuse a reposar.
Unos minutos después, todas estaban dormidas. Yo, incómodo, peleaba con el sueño. Hasta que repentinamente un pensamiento perverso se incrustó en mi mente. Desde el taburete observé a la hija de la amiga de mamá, sus labios carnosos, su rostro terso, su cabello crespo. Allí estaba ese primer beso esperándome. No sería correspondido, pero no importaba —beso es beso— pensaba. La adrenalina empezó a inundar mis venas, los latidos de mi corazón empezaron a aumentar estrepitosamente. Entonces, como un jaguar, me moví sigiloso hasta estar frente a ella. Pude sentir su aliento cálido, su suave respiración. Cerré mis ojos, dispuse mis labios para el contacto y me fui acercando lentamente. Casi sentía el sabor de sus labios, cuando un carraspeo de garganta llamó mi atención. Volteé y vi a la amiga de mamá con un gesto de reprobación que me hizo sentir la más indescriptible vergüenza que jamás había sentido.  Apenado, me alejé sin pronunciar una palabra. Un nuevo carraspeo me hizo voltear hacia donde estaba la ofendida madre. La vergüenza me impedía hacer contacto visual, ella siguió carraspeando la garganta hasta que mis ojos buscaron los suyos. Cuando por fin hice contacto visual, vi en su rostro una sonrisa cómplice. Luego, con su índice derecho, me pidió acercarme. Caminé hacia ella lento, ensimismado. Estuve a un paso y ella siguió llamando, me arrodillé para escuchar su reproche y cuando por fin estuve frente a frente, me agarró con fuerza la cabeza y me jalo hacia a ella para estrellar sus labios contra los míos. Fue un beso profundo, duradero. Después de un largo minuto de pasión, me soltó —Un beso se pide — dijo mientras se limpiaba los labios y se recostaba en la hamaca para seguir durmiendo.
Mis amigos, días después, me preguntaron por el sabor de mi primer beso. Para alardear les dije que me supo a néctar de flores. Pero en realidad puedo decir, con toda certeza, que mi primer beso supo a sopa de pescado.

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