La travesía ha sido un infierno, las aguas del estrecho nos han provocado vómitos y arcadas, de nada nos sirvió, no probar bocado desde la noche anterior.
Venir a Melilla ha sido un error, pero no hacemos queja de ello. Llevamos caminado unos cuantos kilómetros por una oscura carretera, dándonos ánimos para aliviarnos el susto y el cansancio. Estamos maltrechos, rotos y hambrientos.
Con más orgullo que fuerza, antes de entrar, hemos afinado los instrumentos y nuestros espíritus. En formación hemos arrancado al ritmo de un pasacalles, la policía militar nos ha detenido y Gavira, nuestro Jefe, ha tenido que mostrar las credenciales universitarias para que nos permitan la entrada, no sin antes, autorizarla el jefe de la guarnición; un joven teniente, que por los gestos y la forma en que nos ha tratado, creo que no le hemos caído demasiado bien.
Lo de la entrada no ha sido lo peor, nos han negado el pan y la sal, y las jóvenes, algunas bellísimas, no han aceptado nuestra invitación al baile.
La velada ha resultado de lo más triste, insoportable y aburrida. Gavira, Antonio y yo, hemos desertado y nos hemos vuelto a la ciudad. Ahora formamos un trío, con más hambre que vergüenza. Antonio es nuestra mejor guitarra, canta flamenco y se acompaña con salero. Yo soy la única mandolina, nada virtuoso, pero tengo muy ensayadas las segundas voces de las melodías que interpreta magistralmente, mi admirado Gavira. Con lo cual, formamos el grupo perfecto para dar “un parche”.
Acabamos de entrar en unas callejas oscuras que no tienen buen aspecto. Pero… ¡sorpresa!
Como caído del cielo, nos ha llegado un maravilloso y estimulante olor a pan recién horneado.
Observamos luz y sin dar tiempo a más, interpretamos clavelito ¡y oh milagro! La puerta se abre, y tras ella, una mujer grita:
—!venid todos, que es la tuna!
Nos han franqueado la entrada y aquí estamos compartiendo fiesta y frutero, de este último, no he podido quitar ojo. Con mucho tacto, he rogado a la dueña de la casa, que nos permita coger un gajito de uvas, para cumplir con la tradición de fin de año.
Las uvas son moscatel, de una calidad suprema, a las que no nos hemos resistido, pues olvidados de todo, hemos repetido, por segunda vez, las doce campanadas. Han debido notar el entusiasmo con que las degustamos, pues la señora a venido hasta mí y me ha afirmado:
—¡vosotros lo que estáis es muertos de hambre! ¿habéis cenado?
—¡Señora!— respondí— los militares no dan ni agua.
Este ha sido el detonante, la llave para abrir el cofre y el corazón.
—!Eso lo arreglamos nosotras de inmediato!.—-ha dicho y al instante, comenzaron a aparecer manteles y viandas, al unísono, como por arte de magia. Jamás podré olvidar la opípara y maravillosa cena, de este fin de año. Manjares, adobados con especies exóticas, que nunca, hasta ahora, había disfrutado.
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