Con la mirada perdida en el fuego te leo los labios a través de las llamas. En esos encuentros todos son vos y todos ven lo que solían mirar tus ojos. Y me acuerdo como me hablaste de todo menos de este hueco de ausencia.
Sé que veías el ritual de poner carne a las brasas como un lienzo en blanco, a punto de ser arte. Que elegías cada color con cuidado. Sabías que luego serían charlas alrededor del fuego y resultarían en una obra única cada domingo. Ninguna charla era igual, aunque siempre el hilo conductor era el bordo uva de algún tempranillo de estación.
Tres o cuatro espinillos para ahumar, algunos quebrachos, más nobles, que seguirán prendidos cuando el resto sea cenizas. El humo de la leña abrazando la carne, penetrando cada fibra muscular, que se asa lenta, al ritmo del crepitar que genera la grasa, cayendo entre los hierros de la parrilla. Y vos agradeciendo cada instante.
Miro a los cinco horizontes y me sorprendo de lo rápido que puede caer el sol cuando estamos siendo parte de este ritual heredado. La carne se libera del hueso como un muerto de su sombra.
Y esta vez soy yo la que dice gracias.
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