En cuanto la señora mayor que salió de la barra me puso el plato delante, sospeché que me tomaba por tonto. Un plato bien presentado, generoso, pero de algo que yo no había pedido. Las láminas de mango estaban bien distribuidas y, en apariencia, tenía la cantidad exacta de sal gorda y de pimentón en polvo. Además, el aceite de oliva desprendía un aroma estupendo, pero… hice una discreta señal con la mano.

—Perdone señora, pero yo pedí un plato de la carta: Mango con ventresca de atún blanco. 

Se inclinó hacia mí, me miró a la cara, luego al plato, volvió a mirarme y respondió con una sonrisa afable:

—Eso es exactamente lo que te he traído, hijo: Mango con ventresca de atún blanco —respondió con una familiaridad que me pareció exagerada.

—Esto no es atún blanco —repliqué bajando la voz, al mismo tiempo que alejaba el plato hacia el centro de la mesa, deslizándolo con mi índice derecho.

Ella también tenía sus índices y con uno, lo devolvió al lugar donde estaba.

—Eso es atún blanco. Justo lo que has pedido. Por eso te lo traje. 

—Le repito que no, señora —insistí—. Por muy bien aderezado que esté, por muy bonito que le haya quedado el plato, eso… —lo señalé con el mismo dedo de antes— no es atún blanco.

Tuve la tentación de volver a empujar el plato, pero la señora dejó su dedo clavado delante para impedir que lo hiciera.

—¿Y entonces qué es… listillo? —me preguntó, con sus labios junto a mi oreja. 

Ya me estaba cabreando.

—¿De verdad quiere saberlo?, yo también siento curiosidad.

—¡Te digo que es atún blanco!

—¡Y yo le digo que no!

—¡Que sí!

—¡Que no!

Inicié el movimiento para levantarme de la mesa, pero era demasiado tarde. Ella se apoyó en mi hombro y ya no pude. Rodeó la mesa, se sentó frente a mí, comenzó a llorar y habló entre hipidos:

—¡Todo el día como una esclava! Que si limpia el suelo, que si quita el polvo, que si pon la lavadora, que si plancha, que si prepara la mesa para que todo esté perfecto… Hago la comida con todo el esmero y ahora vienes y me la dejas ahí encima como si las cosas no costasen dinero.

Yo no sabía qué decir. Miré a mi alrededor porque lo que estaba ocurriendo me parecía increíble, pero el resto de clientes seguía a lo suyo. Hacían bien. La cosa no iba con ellos.

—Pero yo sé lo que te pasa. ¡Eso es que has comido algo por ahí y ahora no tienes hambre! Con la de niños que mueren cada día en África porque no tienen comida. ¿Es que no te da pena de ellos?, y ahora qué quieres que haga… ¿que lo tire todo a la basura? Anda hijo, come aunque sea solo un poquito. Hazlo por mí —añadió casi suplicando.

Me recordó a mi madre.

Cogí los cubiertos sin rechistar, dejé el plato vacío en dos minutos y lo rebañé con el pan como a ella le gustaba que hiciera cuando era niño, mientras la señora, sentada frente a mí, me observaba con una sonrisa de satisfacción pintada en la cara.

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