CARAMELO, JAMÓN Y SANGRE

CARAMELO, JAMÓN Y SANGRE

Helena Práxedes

19/07/2020

Martín siempre empezaba la terapia evocando el olor a Sintasol  del parvulario.
Olía a plástico quemado—decía—. Entonces no sabía lo que era el Sintasol. Solo sabía que odiaba aquel condenado olor. Cuando me castigaban boca abajo en ese suelo, era como tragar alquitrán.
Acto seguido explicaba lo del bocadillo.
—Prefería tirarlo a la basura antes de que me lo quitaran esos asquerosos niños. ¡Mi bocadillo de mermelada a cambio de hacerme comer barro!
Con los ojos cerrados y moviendo las aletas nasales, Martín me explicaba a retales su dura infancia. Le traté mediante psicoanálisis, pero no obtuve resultados. Sesión tras sesión, repetía las mismas historias: había memorizado su propio guión. Estaba atrapado en un mundo de recuerdos olfativos por el que deambulaba sin hallar salida.
Es como si estuviera allí ahora. Han pasado 30 años y sigo oliendo aquella manzana caramelizada de  Carlitos. Su abuelo siempre le llevaba una. Yo nunca probé esas manzanas. Aunque peor fue no haber conocido nunca a mis abuelos.

Tras esta reflexión, esbozaba una fingida sonrisa. Luego permanecía ausente unos minutos y después continuaba hablando. Descubrí que sufría impulsividad, carencia afectiva y disociación , entre otras cosas. Para finalizar, siempre hablaba de su padre:
Era un hijo de puta de cuidado. Un día estábamos mi hermano y yo en el bar de nuestro tío. Yo tenía siete años, mi hermano, nueve. El tito había cortado jamón serrano para unos clientes. 
En este punto, Martín volvía a enmudecer absorto en sus recuerdos, luego regresaba.
—Ahora mismo puedo notar en mi paladar aquel jugoso sabor, pero pronto se transforma. Escondidos tras la barra, mi hermano y yo decidimos hacernos con algunas de aquellas finísimas láminas. Era un as cortando jamón, el tito. Todavía con la boca llena, nuestro padre nos descubrió. Nos sacó a empujones de nuestro escondite y nos acorraló. Nos agachamos hechos un ovillo, gritando: «Papá por favor, ¡no lo volveremos a hacer!» Eso no le impidió patearnos las costillas. Me enfrenté a él y recibí un puñetazo que me dejó inconsciente unos minutos. Luego noté el sabor de la sangre en mi boca. Metal. Nuestro tío siempre intentaba defendernos: «son travesuras de niños, Antonio», le decía a nuestro padre. Pero se callaba tras recibir su mirada furiosa; le temía como a una esparnua. Sabía que si le cabreaba más era capaz de matarnos. ¡Qué cabronazo el viejo!
Llegado este momento, Martín soltaba una carcajada perturbadora y sin más, decidía terminar la sesión. 

Dejó la terapia un mes después de su primera visita. Intenté ponerme en contacto con él, pero fue imposible. Aunque era un caso perdido: esquizofrenia, bipolaridad y un sinfín de trastornos más que no llegué a identificar, sentí que le había fallado.
Quince días más tarde me enteré de su muerte por el periódico:
«Un joven de 35 años se lanza a las vías del tren». Enseguida supe que hablaban de él. Abandoné la psiquiatría ipso facto.
Desde que murió, su olor corporal me ronda. A veces es tan intenso que creo que Martín camina a mi lado. Olía a canela de Ceilán. Dulce, su aroma. Quizá debería habérselo dicho alguna vez.

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