La lluvia de invierno, sus gotas de agua impactando en el suelo, el sonido del fluir del agua en la calles y ventanas, todo ello se vuelve un recuerdo.
Las memorias de aquel mes de febrero vuelven a mi cabeza con cada tormenta. Las gotas de agua que mojaron mis ropas y lavaron mi rostro. El olor a tierra húmeda que inundaba mis pulmones, mezcladose con el hedor a basura que desprendían los contenedores a un lado del parque. Mientras, la lluvia salada aplacaba el empalagoso dulzor de las chocolatinas que comí en el metro de vuelta a casa.
Ese día, un 9 de febrero, no había refugio de la tormenta y el frío caló en mis huesos hasta hacer mi cuerpo temblar. Fue un gran día en el cual mi noción del tiempo y el dolor se desvanecieron. Tan desinhibido me encontraba yo que al resbalar con la tierra húmeda y rasguñarme las rodillas y las palmas de las manos no había soltado un sólo quejido. Pero eso si, ni el frío dejaba de atormentarme, ni la lluvia dejaba de mojarme, ni el mal olor dejaba de marearme.
Recuerdo el dolor de mi espalda de cargar la mochila, la sangre en una de mis manos por los rasguños y el sueño que tenía de no haber dormido más que 8 horas los últimos tres días. En aquel momento, mi vista estaba nublada y mi concienciencia difusa. Pero aún así, seguí caminando por el mismo camino de cada día hasta mi casa, inmerso en mi mismo, atento al momento que vivo y no a los que viví porque ese día no había pasado ni futuro, sólo un presente distinto al habitual.
Esa tarde del 9 de febrero de 2016, todo cambió. El cambio vino con una tormenta al igual que mis recuerdos. Porque la tormenta es mi tormento y la lluvia el dolor.
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