Mecánicamente me coloqué el bolso y conduje el coche pensando que llegaría tarde a la reunión de trabajo; y me sorprendí en ese supermercado que se había interpuesto en mi apremiante camino haciendo la compra para toda la semana. Era uno de esos momentos en los que llevas tanta prisa que miras sin ver.
Pero entonces ese paquete de galletas en aquella estantería hizo que frenara en seco. Reconocí la rayita amarilla en el envoltorio y retrocedí años atrás.
Me pareció estar con mi hermana en la mesa camilla de la abuela, esperando impaciente que el abuelo regresara con galletas para migarlas en una taza de leche. Volví a sentir la angustia de la mujer porque el hombre se retrasaba un poco más de la cuenta, y recordé su silencioso llanto de toda una vida de sumisión y vejaciones.
En aquel supermercado, rodeada del bullicio de las compras y delante de aquel estante, suspiré profundo y me pareció respirar el olor a humedad de aquella casa vieja que me trasladaba a la infancia. Por unos instantes volví a ser cómplice de mi hermana para escondernos de la autoridad materna y tragarnos a hurtadillas una cucharada de “cola cao”, antes de beber agua para que el polvillo del chocolate no se nos atragantara. Me sorprendí sonriendo embelesada recordando nuestro dormitorio y el rosario de madera que colgaba junto a mi cama.
Cogí un paquete de galletas para merendar y llegué a casa con ganas de ordenar la compra y sentarme ante un buen vaso de leche fría en el que migar el dulce. Mis hijos llegaron corriendo y peleándose entre ellos, pero mi presencia les sosegó; acercaron las sillas y se arrimaron cariñosos. Cogieron un par de tazas y empezaron al igual que yo a migar las galletas en la leche.
El pequeño sacó el bote de “cola cao” de la estantería y algo se encendió dentro de mí. Le quité nerviosa el tarro de las manos ante su perplejidad, y metí frenética la cuchara para tragarme el cacao como cuando era pequeña. Pero al dulce no le dio tiempo a deshacerse en la boca, y se me atragantó cuando recordé que hacía rato tendría que estar en la reunión.
Empecé a toser sin consuelo, el polvillo del cacao taponaba mi nariz y mis ojos. Conseguí levantarme a beber agua para calmar mis ansias ante la atónita mirada de mis hijos. Pero seguí tosiendo hasta que ví mi cara roja en el espejo del pasillo y me entraron muchas ganas de llorar.
Definitivamente y como decía la canción, «malos tiempos para la lírica».
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