La
paella de los domingos. Toda una tradición en casa de mi abuela que
se perdió con los años, como a ella, como a ellos…

Nos
reuníamos todos alrededor de la mesa, mientras en la cocina se
elaboraba el arroz.

Mi abuela se levantaba pronto y
empezaba con su ritual.

La
nevera se hallaba llena y cada vez que la abría me transportaba al
mar. Mejillones, chirlas y cangrejos se amontonaban, mientras que estos últimos  se movían por doquier  haciendo de las suyas, paseando sus pinzas por las
baldosas de la cocina hasta que ella les daba una muerte inminente en la cacerola hirviendo. 

Mientras, mi abuela iba al patio, cogía la paellera, la fregaba y secaba con
precisión. Encendía el fuego, sacaba todos los alimentos y se
disponía a cortar, cocer, pochar, sofreír… Yo me quedaba
embobada mirándola, mientras que ella me echaba con dulzura para
concentrarse en la tarea.

Entre
tanto, mi familia llegaba a cuenta gotas y desde el salón, jugábamos a
adivinar cuánto le quedaba a la paella. Parecía que del simple
olor te podías alimentar. No se concebía un domingo sin ese aroma.
Cuando
nos avisaba de que ya sólo faltaban cinco minutos nos sentábamos impacientes en la mesa.
A
cada uno le gustaba de una manera. A mi pasada, a mi padre quemada
con el famoso “ socarrat”, a mi tío con caldo… Nunca
supimos como la gustaba a ella. Se encargaba de satisfacer nuestros
apetitos, pero nunca mencionó los suyos.
Sabíamos
que el momento tan ansiado se acercaba, cuando se intensificaba el
olor del arroz junto con pan recién hecho, acompañados, como no, de la fragancia del limón cortado para aquellos que les gustaba dar un último toque a su plato.

Segundos después, aparecía la protagonista sosteniendo la gran paellera. La boca se nos
hacía agua.

Recuerdo
a mi tío metiendo el pan dentro, a mi abuela dándole con
la espumadora en la mano, a mi padre raspando a ver si sacaba lo
quemado, yo apartando la verdura de mi plato y mi madre regañandome
por ello… 

A
pesar de no haber dejado ni un grano, la casa seguía impregnada
de ese aroma horas después, que ni el olor de café  podía eliminar. 

Y
cada domingo lo mismo.

Nunca
he vuelto a saborear una paella igual, ni a oler esa mezcla de limón, arroz y pan que se fusionaban en una » fragancia»  capaz de transportarme a mi infancia, a las reuniones con mi familia, y sobre todo
a ella, a mi abuela; la reina de la paella, como la llamábamos.
Añoranza, tristeza…

Pero es curioso como a pesar de los años, podemos
revivir momentos tan olvidados en el tiempo y tan presentes en la
memoria.

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