Desde muy niño, cada primero de enero mis padres invitaban al abuelo materno a almorzar. Almuerzos memorables por la doble exclusividad de recibir su visita -solo ese día del año- y porque sabiendo mi madre que a él le gustaba el pavo (comida no típica cubana), ese día lo preparaba para honrarlo.
El pavo es conocido en Cuba como guanajo. El criado en casa nunca alcanza el peso de pavos engordados en granjas; pero su carne es más consistente. Por ello, el día anterior mi madre lo descuartizaba, retiraba la piel, deshuesaba y dejaba la carne tapada, salpimentada y ahogada en vino blanco.
El pescuezo, alas, carapacho y vísceras, los cocinaba aparte y pasaba todo por el colador. Con el líquido recuperado y la carne desprendida de esos menudos, preparaba un caldo bien condimentado que aportaría a la cocción.
En una cazuela de hierro cocinaba las carnes sobre un lecho de capas alternas de rodajas finas de papa, pimientos verdes a la juliana, cebollas a la jardinera, ramitas de perejil o cilantro inundando todo con vino blanco y el caldo condimentado.
Así, gracias al fuego lento, su paciencia y timón, papas y vegetales se convertían en un líquido de tono verde que cubría las carnes, suaves y jugosas, de aquel caldo-fricasé de su ingenio.
Lo llevaba a la mesa alargada, engalanada de blanco y rojo, en recipientes de barro vitrificado: una sopera (con todo el caldo que serviría en tazones), otro semiplano con las carnes, otro con las papas hervidas, encebolladas y lagrimando aceite de oliva, todo humeante. Reponía sobre una bandeja los colores con ensalada mixta de estación, sin otra cosa que el punto de sal. No faltaba la cesta con el pan en rodajas, ni la botella de vino de marañón.
Mi madre terminaba el decorado de la mesa, cercana al ventanal, colocando en su extreno desocupado un búcaro con margaritas y lirios de su jardín.
En la primera visita del abuelo fuimos a la mesa él, mi padre y yo. Mamá cuidaba de mis dos hermanos pequeños. En los años siguientes todos íbamos a la mesa. Mi madre agregaba platos para los más chicos, como frijol negro perfumado por el ají cachucha, la hoja de cilantro y el aceite de oliva, usando el caldo para suavizar el puré de malanga. Ese día tampoco faltaban los dulces caseros: los buñuelos, el dulce de coco, de guayaba y el queso blanco.
Era una fiesta. Celebrábamos en compañía de abuelo el Año Nuevo y el Día de Manuel. La mesa preparada y adornada por mamá, era pintura de Matisse: un cuadro de líneas definidas, los objetos, las tonalidades, la ventana, todo unido y separado en mi memoria. Fue allí donde fijé y retuve los sabores y olores de la cocina de mis sueños, la luz, los colores, la capacidad de entrega de mis padres, la risa de mis hermanos; donde atrapé a mi abuelo, para tenerlo conmigo, junto a los demás, siempre.
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