MANZANAS PARA ELLA

MANZANAS PARA ELLA

Casilda Poe

21/07/2020

El quejido del óxido al abrir el portalón espantó a unos pocos pájaros tendidos en los árboles. Hacía frío y el cielo otoñal, plagado de ocres, empezaba a oscurecer. Quise ocultarme en la casa sin ser visto, ajeno a las miradas de la aldea, tantos años después. Como un mayordomo fiel, el manzano de reinetas presidía el camino de entrada, mostrando su áspera decrepitud. Solo una manzana colgaba, insípida, en una rama torcida. La arranqué sin esfuerzo y percibí su corazón podrido, tan humano en su putrefacción. Nada sugería la dulzura de antaño, pero los recuerdos, como gatos estridentes, se agolparon por salir, por aposentarse en una tarde cualquiera de un octubre lejano. Me vi siendo niño, como si una máquina del tiempo se escondiese en la podredumbre del árbol. Y allí estaba ella, recogiendo las manzanas que el viento tiraba. Con su sonrisa dulce y desdentada me ofrecía una:

—Esta, sin gusano, para ti, pequeño.

El aire, desabrido y voraz, nos empujaba hacia la casa, hacia el calor penetrante de la cocina de leña. Ella ordenaba las manzanas en una bandeja como si cada una tuviese una misión en el mundo. Las miraba con devoción antes de lanzarlas al tórrido imperio del fuego para salir convertidas en diosas fragantes de ácida blandura.

Mis dientes penetraban su áspera corteza, vencían las ocasionales láminas crujientes castigadas por la lumbre, se hundían en la jugosa pulpa reblandecida. Ella me miraba con su sonrisa balsámica, ajena a los furores de mi pronta adolescencia, a la derrota de excesos de un libertinaje precoz.

—Algún día, esta casa será tuya, pequeño, solo tuya.

Siguió asando manzanas aun cuando yo ya no las quería, ofuscado por los licores acres y los almibarados pinchazos de la muerte. Como un toro árido y agónico, cruzaba las habitaciones y los caminos con bramidos punzantes que atemorizaban al contorno. Mi hermano, algo mayor que yo, abandonó la casa. Ella permaneció siempre allí, hasta el día del incendio. Un oleaje de llamas verticales con sus vapores mefíticos atronó el valle. Todos me culparon. También de su muerte…

Ahuyenté al pasado con un manotazo agridulce, ahora que la vida me daba otra oportunidad.

Así me lo dijo mi hermano cuando vino a recogerme a la cárcel.

-Darío, ahora mereces una oportunidad. Pero no puedo tenerte en mi casa. En la aldea estarás bien. Casi nadie te recuerda…

Las palabras enronquecían modulando las disculpas, disfrazando el amargo rechazo y yo me daba cuenta y lo comprendía.

_ Y ella te quería…

Y yo comprendía.

_ … quería que la casa fuera para ti. Y la hemos arreglado. Incluso te compré comida. Pasaré algún día para ver cómo estás.

Nos despedimos ante el portalón sin más abrazos que un susurro de silencios.

No reconocí el interior de la cocina, aséptico y moderno, desbordado en blancos. En la mesa, entre latas y botes de conservas, una bolsa de manzanas con el triste olor tenue de los envasados.

Tendría que plantar un manzano. Se lo debía.

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