Chocolate y vino

Chocolate y vino

Entramos en un espacio enorme, oscuro y casi vacío. Su techo desmesuradamente alto, la penumbra y el eco de cada paso que dábamos engendraban injustificadamente temor y al mismo tiempo un respeto casi religioso. Todos en silencio escuchábamos la voz grave del guía que se repetía infinitamente. El olor de la madera imbuida de alcohol destilaba un aroma que deleitaba y nublaba mis sentidos. Sin haber bebido, estaba embriagada por el encanto de los perfumes frutales que se olían. El viticultor, nos iba explicando el proceso de decante, clarificación y filtración que ocurre antes de colocar el vino en los barriles de la bodega. Al avanzar, dejábamos detrás, el retumbar de nuestra placentera trayectoria. Al final de nuestro paseo nuestro aplauso repercutió una y otra vez contra las paredes húmedas y frescas del lugar. El enólogo nos agradeció y luego nos invitó a saborear unas copas pareadas con un bocadillo.

A los que nos quedamos, nos sirvieron una copa de vino blanco con palitos salados, una de vino rojo con una nuez y otra con un vino más añejo y para acompañarlo, chocolate negro. Ya me sentía ebria apenas con el aroma del vino. El silencio con el que habíamos seguido al guía se disolvió en una jovial charla entre todos los visitantes y catadores de la finca vinícola. La degustación me arrebató la timidez. Del suave murmullo con el que empezamos, la broma del hombre recién jubilado, causó carcajadas claras y profundas.

Una vez terminada la degustación, nos ofrecieron quedarnos a cenar en el restaurante de la finca donde cada plato vendría acompañado de una copa de vino, incluyendo torta o helado.

No sé por qué, recordé en ese momento, que una vez en un reportaje de radio, le preguntaron a un especialista, si un vino frutal de Alsacia era el mejor vino para acompañar dulces.

¡Yo diría olvídense del dulce! Sirvan el vino como postre y saboreen todo su esplendor. – Contestó, exaltando la palabra postre.

    No tuve que pensar mucho en la respuesta. Indudablemente la comida sería excelente hasta para un sibarita, pero yo ya había bebido más de lo que acostumbro y no quería más tarde sufrir las consecuencias. Agradecida que todavía podía pensar en forma lúcida, decliné el ofrecimiento y me marché con la excusa que ya tenía planes para la cena.

    A la salida de la finca, pasé por un despliegue enorme de vinos a la venta, al igual que artículos relacionados con la industria vinícola: hermosos vasos de cristal, servilletas con dibujos de racimos, tirabuzones de todo tipo, hieleras, decantadores, libros de cocina, libros sobre vinos y muchas cosas más, que realmente nadie necesita, pero que todos compramos de vez en cuando. Me llevé de ahí, tres botellas del mismo vino rojo que probé con el chocolate y un decantador que parecía una escultura de una bailarina, que jamás usé en los diez años que lo tengo sobre la mesada. El vino… el vino no duró ni un mes en la alacena.

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