Escucho un clank a mis espaldas, pero no atino a darme vuelta.
Es primavera, la suave brisa acaricia mi piel, mientras el sol de media mañana me baña el rostro. Cierro los ojos y respiro profundo. Trato de dejar mi mente en blanco y vuelvo a respirar profundo.
Cruzo la calle en dirección al parque, llegan arrastradas por el suave viento oleadas de aroma a jazmín, a tierra recién regada.
Camino por los senderos de pequeñas piedras, bordeados de flores de muchos colores, no sé como se llaman, pero son hermosas.
Desde los fresnos escucho a los tordos con sus cantos que adivino será un llamando a su compañera, no lo sé, solo es lo que quisiera.
En el centro de la plaza donde se encuentra el busto de un señor con bigotes, que no sé quien es y tampoco me detengo a leer quien fue, las palomas han tomado por asalto el empedrado y caminan pavoneándose y dando cuenta de las migas que encuentran a su paso.
Dejo atrás la plaza, cada joven mujer que pasa me embelesa y desde que la veo venir hasta que se pierde de vista, armo una historia con ella en mi cabeza. No recuerdo si a alguna de ellas le llegué a sonreir.
Mi estómago me recuerda que tengo otras necesidades.
El bodegón era sencillo, de dudosa limpieza, pero para mí, esa mesa frente a la ventana era como estar en un teatro, observando la mejor de las obras.
Cuando el mozo se acercó a preguntar que deseaba, aún no había leído la carta. Sin dudarlo le pedí una milanesa con puré y un vaso de vino tinto.
Volví a divagar pensando en la vida de las personas que pasaban por la transitada calle, me los imaginé buenos, a otros huraños, ricos, engreídos, honestos, rufianes. Quizás mi perspicacia haya acertado en una o dos.
De pronto un aroma exquisito invadió mi aglomerada intimidad y depositaron en la mesa un plato con una milanesa que sobrepasaba los límites de la vajilla y una fuente con un humeante puré de papas. Dos rodajas de limón adornaban el plato.
Miré extasiado el manjar, con más interés del que pudiese tener frente a la Mona Lisa ( Leonardo sabrá excusarme),
nuevamente mis ojos se cerraron para darle supremacía al olfato, mientras mis manos buscaban a tientas los cubiertos.
Seguí observando el frugal almuerzo y el primer trozo llegó a mi boca. Como describir lo que mis papilas gustativas me regalaron ese día, podría compararlo con el primer show de fuegos artificiales que vi de niño.
Luego se sucedieron los bocados, alternados con pequeños sorbos de ese néctar oscuro que me trajeran en el vaso.
Por un largo rato no hubo transeúntes, ni bodegón, ni mozo, solo mi almuerzo y yo, tan concentrado en esa comunión que me amigaba conmigo mismo y con la sociedad.
Los enseres vacíos, mi sonrisa amplia. Saqué dinero de la mochila y pagué complacido mi primer almuerzo en libertad.
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