Apaciguar la adversidad

Apaciguar la adversidad

Siempre me ha gustado el mar. Desde muy niño tengo el recuerdo de viajar sobre una lancha de madera vieja y desgastada crujiendo sobre las olas. El mar se colaba por entre las fisuras de la madera bajo mis pies y sentía un aroma de agua salada rancia. La lancha transitaba en medio de manglares de raíces enmohecidas, donde se asomaban cangrejos diminutos. El olor del trópico, la arena negra, las conchas abiertas de almejas saqueadas por las gaviotas y las hojas pudriéndose en medio del estero, daban una sensación de mar que nunca he olvidado.

Alguna vez, en la juventud, hice un recorrido por esos mismos lugares. Pero la memoria se dibujó con otros recuerdos, como estar sentado a la entrada de una casa de madera muy deteriorada, al borde del mar, sentir el humo de un fogón de leña donde se asaban plátanos maduros. Muy cerca, en cuclillas, una morena impasible, con el rostro sudoroso, destripaba pescados dentro de un platón de aluminio, los raspaba con un cuchillo afilado para quitarles las escamas, y luego los aliñaba con sal, limón, cebolla, ajo y hierbas. Cuando la leña intentaba apagarse, removía con una varilla la madera carbonizada y se desprendía por toda la casa un denso vaho donde se revolvía el hedor de las tripas de pescado acumuladas en un rincón, el olor saturado del pargo rojo fritándose sobre una paila y el dulce aroma de los plátanos asados.

Los recuerdos son caprichosos y selectivos. El mar no sólo es una evocación, también es un lugar lleno de riesgo y fatalidad. Hay una imagen imborrable de una de mis visitas al mar. En medio de la fiesta patronal en un pueblo costero sin luz eléctrica. Mientras la población celebraba con jolgorio y bebía viche, un licor muy fuerte destilado de caña de azúcar macerada y fermentada; la brisa nocturna llegó con un aroma salobre y pegajoso hasta la calle central, se escabulló con fuerza hasta el interior de la capilla, adornada con una cortina de esterilla, y tumbó un velón largo encendido cerca de la imagen del santo. La cera del velón chisporroteo sobre la esterilla y empezó a chamusquear toda la madera. En menos de veinte minutos el fuego inundó toda la calle con un olor a resina, tela quemada y barniz derretido. Lo único que pudo apagar el incendio fue un aguacero inclemente que evitó que las demás casas se quemaran. Al día siguiente, mientras esperaba la lancha de regreso a la ciudad, las mujeres mayores, acongojadas y después de un mutismo ceremonial, se sentaron frente al mar a cantar alabados y plegarias para apaciguar cualquier otra adversidad.

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