La escuela estaba a menos de cien metros de casa. El patio de recreo era la plaza polvorienta, una extensión de la calle por la que apenas pasaban coches: la furgoneta del panadero, el vendedor de pescado los miércoles y el camioncito del gas butano varias veces al día. Sí, afinando la memoria, se asoman a la calle los coches de dos vecinos, el padre de Juanito, ¡nunca me acuerdo del nombre de ese hombre! y el marido de Carmela La Gata, aquel al que yo miraba con sana curiosidad y nunca encontré los cuernos que todo el mundo decía que tenía. A veces venía también el coche de la policía, todos decían que Pilar, la dueña de la venta, la llamaba, por los gritos y los golpes que traspasaban las paredes, justo del lado donde tenía las cajas de frutas, ¡cómo miraba yo aquellas paredes a ver si me decían algo! Ahora, de grande, cada vez que veo una mujer con un brazo escayolado, un pañuelo al cuello o unas gafas de sol un día nublado, pienso en Matilde la Coja.
Imposible cerrar los ojos y volver a aquella plaza sin envolverla de barrio, como si fuera el epicentro de todos mis recuerdos. Pasaban algunos coches, sí, atravesando la plaza, pero a la hora del recreo casi nunca. Las niñas, que no sabíamos bien el significado de la palabra destino, exprimíamos el recreo entre el bocadillo grasiento, «la chataVirigüela» y el «arroz con leche» . ¡La tradición, sembrando futuro!.
Mi madre siempre me dijo que tenía que ir a la escuela para convertirme en una mujer de provecho. Nunca explicó para quién el provecho. A lo mejor ahí estuvo el fallo. Completó mi formación con clases de costura, de bordado y metiéndome en la cocina con ella las mañanas de sábados y domingos para que aprendiera a cocinar. Fui la reina del arroz con leche, nadie le daba mi toque, ese punto perfecto de canela y limón y aquella cremosidad adquirida a fuego lento, al ritmo de mi vocecita de ocho años: … me quiero casar… que sepa coser… que sepa cantar…
Y la voz de mi madre: con la cuchara que cojas…
El día que me hice fuerte entre temblores y respiración agitada, me propuse borrar de mi mente aquel paisaje todo, la gente, la escuela, el barrio, el olor dulce a arroz con leche. Pero esas cosas no se van con el simple deseo de querer. Tampoco me hice fuerte un día, a una hora, en el momento entre la decisión y la acción. Me hice fuerte el momento siguiente, los días siguientes, los meses siguientes. Me hice una mujer, ni de provecho ni de fundamento, una mujer Yo. Capaz de mirarme al espejo y no pensar en Matilde la Coja; Yo, con la sartén por el mango y un congelador en el garaje. Con este brillo en las mejillas y estos kilitos que he cogido. Sopa de amor, la llamo.
Fuimos al cine de novios, una vez. Tomates verdes fritos vimos.
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