Siendo una niña tuve un gran privilegio, algo que todos los niños deberían tener, vivir al lado de mis abuelos.
Casi todos los días al levantarme corría a su casa para estar con ellos.
Tenían un huerto muy grande, en él había dos habitaciones, una con conejos y la otra con gallinas. Solía asomarme por unas pequeñas ventanas pero siempre con la nariz tapada por el fuerte olor que desprendían.
Ayudaba a mi abuelo a sembrar todo tipo de verduras, pero lo mejor era recoger sus frutos que resultaba ser una fiesta de olores y colores. Había uno que era especial para mí, !los tomates! Tengo un grato recuerdo de aquel olor al desprenderlos, una mezcla entre cítrico y amargo, y era tan intenso que con el paso de los años logro revivirlo como el primer día.
Mientras mi abuela preparaba la comida, dejaba un rato de ayudar a mi abuelo para correr hacia ella. Pacientemente cogía un puchero de barro donde ponía los ingredientes: garbanzos, chorizo, carne, tocino y un rabito de cordero expresamente para mí, pués sabía lo mucho que me gustaba. Todo junto con un poco de agua lo llevaba al fuego hasta su ebullición. Su borboteo desprendía un olor tan apetecible que invitaba a quedarse al lado, y a las doce, como mandaba la tradición, levantaba la tapa del puchero y añadía una patata, sal y unas hebras de azafrán dejándolo un poco más.
Una vez finalizada la cocción de ese maravilloso “Cocido”, separaba el caldo de todos los demás ingredientes para, una vez puesto en otro recipiente, añadir los fideos y unas pequeñas hojas de hierbabuena.
Terminado todo el proceso, comenzaba lo mejor, probar ese suculento guiso.
Empezábamos por la sopa, su sabor aromático que recordaba un paseo por el campo al amanecer; los fideos que al pasar por la garganta sentías un cosquilleo como el que hacen las olas del mar al chocar en los pies mientras caminas por la playa; y los garbanzos y la carne que al masticarlos producían una explosión de sabores tan fuerte como una tormenta de verano, comenzando por un gran trueno para terminar con una suave lluvia; y para terminar el postre, una gran sandía recién cortada que mi abuelo troceaba casi milimétricamente.
Aquella comida, que mis abuelos hacían casi todos los días, la recuerdo con anhelo consiguiendo hacerme volver a mí infancia.

A MIS ABUELOS

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