De creencias y caprichos

De creencias y caprichos

Mara Navarrete

18/12/2021

Me parece que habla solo. Pero es normal, ¿no? Yo también lo hago a veces, aunque lo suyo se escucha como golpes secos y espaciados, y lo mío como una melodía sin quiebres. Quizás él hable con las plantas, que son más dadas a la economía de las palabras.

Esto pensaba cuando me mudé para acá, pero a los días me di cuenta de que lo que escuchaba era en realidad una eterna letanía “Ok, enciende la lámpara”, “Ok, apaga la radio”, “Ok, me voy de casa”. El placer de no apretar botones. Y sobre todo que la lámpara se encienda poco a poco por la mañana antes de que suene el despertador.

No hay cosa más ingrata que lavar los platos. Al rato la mugre crece y otra vez la tarea está pendiente. Por suerte está la diosa tecnología para auxiliarnos. Hasta nos da aspiradoras que hacen solas su trabajo, chocándose contra las paredes y los muebles. No más dolor en la cintura ni excusas para no tener un gato persa en casa -aunque todavía no impide que el animal arañe la mesa o se coma las camisetas-. Si nos permite dejar de hacer las cosas que no nos apetecen, ¿cómo no confiar en ella?

Te ofrece lectores electrónicos para poder llevar toda la colección de Harry Potter a las vacaciones sin quebrarte la espalda. Cepillos de dientes eléctricos, por si tenés el brazo medio vago o estás harto de que tu dentista te diga que te cepillás mal. Está siempre dispuesta a servirte, sin cansarse. Te reduce el esfuerzo y te hace ahorrar tiempo. ¿Qué más se puede pedir?

Bueno, un poco más se puede pedir. Lo de pararse frente a una obra de arte y que no se mueva nos queda corto. Queremos más, queremos tres dimensiones. Queremos una lupa sin tener que sostenerla en la mano. Correr por paisajes hermosos, pero sin soportar el viento helado en la cara, ni las mordeduras de los mosquitos en verano. Da igual si es en una cinta y mirando una pantalla. Creemos porque la diosa tecnología nos da cada día más. No nos decepciona.

Ya no hay plata abajo del colchón, solo unos ceros y unos en una computadora. Números que se suman y se restan. No queremos monedas mugrientas que rompan los bolsillos, ni billetes pegados con cinta adhesiva. Pagamos con solo acerar un plástico a uno más grande o directamente con el teléfono. Pero no temas, porque ella sabe que sos vos. Te reconoce y te conoce mejor que nadie.

¿Cómo puede saber que estaba pensando en comprarme unos auriculares inalámbricos o que estoy viendo que el pelo se me cae demasiado? ¿Cómo sabe que conozco a esa mujer si no tenemos ningún contacto en común? Para ella nada es imposible. Nos ayuda a entender y a hacernos entender -lentes inteligentes, traductores simultáneos, un robot que escribe una novela y gana premios-. Nos deja nacer de nuevo en personajes virtuales, jugar a ser dioses como ella creando mundos paralelos.

Los niños a los dos años ya saben deslizar el dedo por la pantalla para cambiar. Mi sobrino lo hace cuando se aburre de las videollamadas. Ese video no lo quiere más, quiere otro. Tiene claro que la diosa tecnología lo permite. Lo que todavía no sabe es que también le va a dejar tener vínculos sin necesidad de sostener la mirada. Nos cumple todos los caprichos.

No solo eso, sino que la tecnología te cuida como una madre. Si tenés alguna necesidad, seguro ella te ofrece una buena aplicación para saciarla. Cuántos pasos hiciste en el día, dónde podés comer si sos celíaco, vegano e intolerante a la lactosa, cuál es el camino más rápido para salir de la ciudad un viernes de verano y sin que te multen por exceso de velocidad. Todo mejor y en menos tiempo.

Salvo que surja algún imprevisto. Un certificado que no se emite porque falta un dato y nadie tiene autorización para agregarlo. Una clave que tiene que llegar y nadie sabe por qué no llega ni a quién recurrir. Un error de escritura en la base de datos. Un bot que no te entiende y te sugiere que llames más tarde porque «todos los operadores están ocupados”. Pero eso no pasa casi nunca.

La diosa tecnología nos promete una vida larga y tranquila, siempre y cuando no la abandonemos. Que la llevemos en el bolsillo y en el corazón, que nos mantengamos actualizados y paguemos la electricidad y el Internet. Es lo único que pide a cambio de sus innumerables dones. No es tanto. Salvo que no tengas un peso y ahí la cosa se complica. La fuente de la eterna juventud es solo para los que pueden pagar la entrada. Bueno, y para los progresistas que entienden su lenguaje. Evolucionamos, que nadie lo discuta. Los paganos asumirán las consecuencias.

¿Y el impacto ambiental de los chips y las baterías, del consumo de energía, de todo lo que va dejando de servir? Ella dice que es un sacrificio por un bien mayor, y te promete aire acondicionado para no sentir los efectos del cambio climático. No hay de qué preocuparse. Salvo que venga un apagón, pero eso no es factible, ¿o sí?

Mi compañero llega del trabajo y se va directo a su habitación. Se escuchan pasos cortos y rápidos, como cuando está apurado, pero en vez de salir aparece su cabeza por la puerta de la cocina y nos pregunta: ¿se cortó el Internet hoy en algún momento? Sí, varias veces, como siempre. Revisa el módem y vuelve a su habitación. A los 5 minutos está otra vez en la cocina con la misma pregunta en la boca. Reafirmamos. Parece preocupado, la lámpara no prende. Recién ahí me acuerdo de que hoy temprano vi que se le había quedado encendida y la apagué. Con el interruptor. ¡Eureka! Se le afloja la cara y viene el sermón: la próxima vez tienes que decirle Ok, apaga la lámpara.

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