Lucía ensayaba su dicción para no beberse las palabras como era su costumbre. Estaba nerviosa aunque se encontraba en su hábitat: entre miles de libros. Hasta ahora le habían prohibido tocarlos. Ya se había acostumbrado a sólo observarlos y a resistir la tentación de acariciarlos. En su casa conservaba algunos ejemplares antiguos que habían pertenecido a su madre. Ella los releía trasladándose a un mundo lleno de lobos, princesas, hadas y brujas. Su favorito narraba la historia de un niño que nacía de una lata de conservas. En la portada interior llevaba un sello con el nombre de la librería. Su madre describió las librerías como lugares de paz que desaparecieron cuando era joven. En aquellos años dejaron de publicarse libros porque “ya nadie escribía” (es lo que se decía). Ella lo dudaba.

En la sala abandonada se habían dispuesto varias sillas y en las paredes húmedas se habían colocado posters de diferentes colores. Su idea de dedicar una tarde a la semana a contar cuentos fue acogida después de muchas reticencias. Tuvo que convencer a la directora del museo de que su uniforme de vigilante no era apropiado para la ocasión.

De espaldas a los asientos vacíos, se movía libre dentro de sus pantalones vaqueros y camiseta azul. Desgranaba las palabras con su mano izquierda anclada en su delgado vientre y su mano derecha posada en una página. Se sobresaltó al oír unos golpes. Se volvió y comprobó que toda la sala estaba llena. El ruido, que rompía el más absoluto silencio, procedía de un niño que saltaba sobre el entarimado. En ese momento otro niño mayor le ordenó sentarse. Lucía intervino con rapidez y le señaló un asiento libre en la primera fila. Quería sentir cerca esos ojos vivos, que la animaron a iniciar la lectura. Después de unos breves minutos, esa mirada empezó a identificarse con la del resto, quedando inerte. Buscó sus dotes de actriz para escenificar los cuentos insulsos que habían asignado para la sesión. Comenzó entonces a gesticular, a estirar las palabras, a hacer chistes donde no los había. En ese momento la risa del niño inundó todo el espacio.

Con una risa como la suya había soñado interminables horas. No comprendía su anhelo de sentir crecer otro ser humano en su interior. Ella misma fue fecundada in vitro y gestada en un útero artificial. Esta tecnología, desarrollada dos décadas antes de su nacimiento, liberaba a las mujeres de los molestos nueve meses de embarazo. Los recién nacidos eran entregados dos días después de su nacimiento a las familias, que les recibían en casa como un invitado esperado, pero extraño al que no conocían. Su madre le confesó antes de morir que se arrepintió de no haber elegido un embarazo tradicional. Se vio obligada a seguir trabajando para pagar las cuotas del P.D. (Protección Descendencia), seguro de vida de sus descendientes en otro planeta, creado a causa del drástico deterioro de la Tierra. Ésta se había recuperado con las medidas adoptadas por los países, por lo que todo el esfuerzo económico había sido en vano.

Los aplausos mecánicos al finalizar la narración interrumpieron sus pensamientos. Su mirada seguía aferraba al único niño humano en toda la estancia. Los androides se levantaron al unísono y fueron abandonando la sala tan sigilosamente como habían entrado.

  • ¿Te gustó?, le preguntó al niño que seguía sonriéndole.
  • Eres muy divertida.

Contestó y salió corriendo. Lucía sintió un deseo punzante de abrazarlo, de no dejarlo ir.

  • En el museo no se corre, le dijo otro niño en un tono reprobatorio.

(Debido a la legislación vigente debían llamar niños a los androides porque en el pasado habían sufrido vejaciones y discriminación por parte de los humanos). Las personas que adoptaban a un androide afirmaban que éstos eran como los demás niños, provistos de sentimientos. Lucía sabía que no era así. Cuando le informaron que la única opción para ser madre era adoptar uno, se negó.

El eco de los pasos del niño humano desató el nudo de su garganta. Se puso su abrigo y bufanda; salió a la fría tarde de otoño.

Un grupo de mujeres embarazadas la esperaba como cada día en la fachada del Museo de Historia. El cartel estaba raído; en él, junto a la imagen, aparecían unas letras en rojo: Embarazo, una retrospectiva. La exposición acaparaba desde hacía meses toda la atención.

La figura del niño se perdió por las calles estrechas.

Una mujer en estado de gestación le sonreía desde un escaparate, anunciando un perfume. Pasó delante de ella sin verla. La atracción que suscitaban era aprovechada por las campañas publicitarias en los últimos años. Parecían seres mitológicos que sólo existían en el inconsciente colectivo.

La maternidad se había puesto de moda y no era precisamente porque había excedente de células reproductoras. Los hombres ya no producían espermatozoides de calidad para fecundar. Los intentos por elaborar esperma no habían surtido el efecto deseado. Habían nacido niños enfermos y con discapacidades, que sólo generaban un gasto inútil a los países y ningún beneficio. Los edificios destinados a la creación de seres humanos se estaban clausurando y las salas de los que todavía funcionaban se estaban quedando vacías por falta de embriones. Pero lo más grave era que había una aceptación tácita de la inminente desaparición del ser humano, como si desde hacía décadas se estuviera esperando ese momento.

Lucía se resistía. Se acercó al parque infantil vacío a esa hora. Se sentó en el mismo banco de siempre frente al tobogán. Los ojos se le inundaron al imaginar a su futuro hijo jugando ahí. Deseaba con toda su vida que el embrión que le habían implantado hacía tres días se desarrollara esta vez.

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