Una vez estabilizados los circuitos y aplacados los biorritmos, Valeria se acercó cautelosamente a Leandro. Poco a poco los párpados comenzaron una levísima maniobra de apertura; abiertos ya completamente, de los ojos de Leandro se deslizaron sincronizadamente dos levísimas lágrimas de alegría al reconocerla en ese entorno tan desconocido para él.

         Había transcurrido ya una era terrestre desde que fuera lanzado, aquella mañana de agosto, desde la base aérea Hespérides con rumbo a la estación espacial Olcadia 457. Las playas de Iberia estaban siendo engullidas en todo su litoral. Las dos Castillas y Aragón, pasto de incendios sucesivos, comenzaban a ocultarse bajo una densa capa de arena procedente del desierto de Almería. La vida en la península se estaba volviendo inhóspita y los viajes interestelares eran ya opciones insertadas en la normalidad.

         Antes de comenzar la hecatombe, Leandro estaba concluyendo su doctorado en Antropología por la Universidad Autónoma de Madrid. Algunos de los más brillantes alumnos, él entre ellos, fueron elegidos para un programa de hibernación y envío a la estación espacial. La finalidad era estudiar los nuevos seres  procedentes de Rigel -planeta de la constelación Orión-; descubiertos éstos por un niño en la librería de un centro comercial, interactuando con el público aquel viernes.          

––¿Conseguiste insertar el microchip Avant 07? ––Le preguntó a Valeria el comandante

––Me supuso un gran esfuerzo debido a las convulsiones de la des-hibernación, pero sí, conseguí adherírselo. Le he cambiado las gafas que traía de la Tierra por las PA 5.0 de realidad aumentada. Le he programado el temporizador regresivo hasta 32A, para que tenga una evolución favorable a la nueva situación

––Bien. Entonces, cuando se incorpore, acompáñalo a la cápsula de flexibilidad; ahí podrás reunirte con él con garantía de no agresión. Aunque te haya reconocido, aún no es consciente del viaje en el tiempo que ha experimentado.

––Descuida Yuli, mi summa cum laude en bio-robótica por la Carnegie Mellon me otorga un grado de tranquilidad muy aceptable.

     Leandro comenzó a incorporarse torpemente. Avanzó entre los muebles de su habitación, ahora con un tamaño y claridad que le desconcertaba. Abrió la puerta y sus nuevas gafas le presentaron  su terraza de la Alameda. La primavera lucía con acentuado esplendor, con una exuberancia de colores que dibujaron una sonrisa en su semblante.

     Al girar la vista hacia mediodía reconoció la oficina de Correos del barrio. Observó la cola de público que se extendía por el jardín, hasta casi salir a la calle de la Rioja. «¿Y esos robots que les salen al paso? –Pensar que todo comenzó con alguien corriendo, llevando mensajes de un lugar a otro…». Regresó la vista hacia el norte y, en ese momento, le vino a la memoria quién era el personaje a quien se dedicaba la calle que le llevaba a la biblioteca, donde había estudiado en ocasiones con Valeria. Era Manuel Aguilar Muñoz, periodista, editor y fundador de la Editorial Aguilar. Lo imaginó sentado en su despacho, primero con su pluma estilográfica, después con su máquina de escribir  Olivetti.

      Aunque eran estudiantes del mismo instituto, a Valeria la conoció en la biblioteca Gloria Fuertes. Era éste un espacio muy diáfano, situado en la última planta y con vistas al Olivar de la Hinojosa. La gran visibilidad ofrecía una inmejorable facilidad para concentrarse en el estudio. Además, a escasos doscientos metros de su domicilio. También se veían ocasionalmente en las pistas de pádel del Brezo. Desde el verano de 2021 que ella marchó becada a Pensilvania no habían vuelto a coincidir.

      La nostalgia se apoderó de él y buscó la vieja  Parker que le había regalado su hermana por su cumpleaños. Buscó también un papel donde escribir, pero al no encontrar nada de esto se impacientó y llamó a Valeria. Los sensores escarlata comenzaron a parpadear en su puesto de mando. Después le llegó por el pinganillo la llamada de Leandro. ––Val, Val …por favor…¿Dónde puedo encontrar papel y mi pluma roja? Con celeridad se levantó de su puesto de control y se dirigió a la cápsula de flexibilidad. ––Veo que ya has cobrado la vitalidad que te caracteriza ¿En qué puedo ayudarte Leandro?

      ––Me han llegado a la mente algunas ideas y quiero anotarlas, pero no encuentro el modo. Busco mi estilográfica, papel… pero no los veo.

      ––Siéntate ahí, necesito modificar unos parámetros para que actualices tus habilidades. Después te facilitaré un lápiz óptico con el que podrás anotar lo que quieras, donde quieras, y guardarlo en un agujero cuántico que te he practicado para que puedas echar mano de la información almacenada en cualquier momento.

       ––¿Cómo?…No entiendo nada. ¿ Qué me estás contando?

        No contaba Valeria con la estupefacción de Leandro al comentarle esos pormenores. La tecnología empleada por Leandro se había limitado a los programas necesarios para su cometido profesional, como un usuario más. Aunque a veces participaba en algún juego online, jamás le inquietaron demasiado los entresijos tecnológicos. Se le presentaba ahora un nuevo mundo que requería toda su atención y estudio.

        Los biorritmos de Leandro se aceleraron con tal intensidad que Valeria tuvo que recurrir a la pareja de cyborgs, los encargados de reducir a los inadaptados. Sólo una mirada a la pantalla de plasma transparente bastó para activar el recurso. Sujeto una vez Leandro al sillón de readaptación, pudo aplicarle el suero de actualización, reiniciando así la misión encomendada por la Agencia Espacial Europea.

         


      



                                                            

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