—Esta tampoco sirve —dijo Natalio mientras iba por su caja de herramientas— a volver a empezar.
Eran las ocho y ya en esa época del año hacía mucho frío, de pasada puso la pava para el mate y al regresar con la caja examinó unos papeles que estaban en la mesa ratona. —Es que… —decía mientras se rascaba la cabeza—. Es que claro… con ese otro algoritmo va a quedar como la anterior… ¡puro tiempo perdido!
Estaba visiblemente enojado. Luego de años trabajando para I&T en el desarrollo androides, no daba con aquella que le proporcionara satisfacción plena como la que le había dado Morelia. Pero claro, ella no era un androide, y los humanos…
—Tienden a irse —decía Natalio cada vez que alguien quería señalarle la diferencia entre unos y otros.
Pero los androides no… nunca estaban de mal humor, no se cansaban ni tenían hambre, nunca le dirían que les dolía la cabeza. Durante mucho tiempo había diseñado personal «no humano» (como se les decía al principio) para la empresa. Ahora que lo hacía desde su casa «con estos virus que no te dejan salir ni a la esquina» se había decidido a crear una para él, no ya que ayudara en el trabajo o que hiciera la comida, de esos tenía varios, como todo el mundo; ahora quería una a la que pudiera amar, y así pasar el resto de sus vidas (o más bien de su vida) juntos. Y no es que no consiguiera que amaran, la tecnología ya les permitía eso y mucho más a estos dioses que eran esas multinacionales como en la que él trabajaba; habían logrado avances impensados, habían igualado a la creación misma y, porqué negarlo, la habían superado en muchos aspectos. Pero sus Morelias que no lo abandonaban tampoco lo enamoraban. El diseño era perfecto, la misma cara, el cuerpo incluso levemente mejorado (nunca le habían gustado demasiado sus tetas tan grandes), la misma voz, las mismas expresiones. Una serie de programas instalados en las Morelias uno, dos, tres, cuatro… y hasta la doce (que era la que estaba desarmando ahora) les daban la misma personalidad que la original, hasta sus pequeños berrinches (sólo los pequeños) les había instalado. Pero «Dios debe saber algo que nosotros no sabemos todavía» se decía íntimamente para lograr que ella sea ELLA, y no esas otras cosas que le llevaban meses de ensamblado y programación, para que luego no fueran ella de manera alguna. Cierto es que no hay dos personas iguales en el mundo pero androides en serie ya había millones, y acaso ese era su motor. Incluso su idea no era original; mucha gente los usaba como pareja y parecían felices. Pero Natalio quería a aquella que lo había dejado hacía ya tanto tiempo, la humana, la que no podía tener, entonces la tenía que crear.
Tomó un mate largo y tachó algunos cálculos en el papel. La noche cerradísima en la ventana de esa ciudad desierta le recordó que debía dormir. —Sólo un rato más —se dijo— ya casi la tengo, sería una estupidez abandonar ahora. Así enojado y todo sabía que no estaba tan lejos. Podía desvelarse otra madrugada, total mañana un buen café y a trabajar para ellos desde temprano. Las noches que habían pasado juntos, con la verdadera, la original, tenían un poco el sabor de estas noches de ahora; su presencia rondaba la casa durante la creación, como si al hacerla un poco ya estuviera ahí. Pero después venía la decepción… ya iba maquinando su Morelia trece (después de todo no son tantas, se dijo) mientras digería el trago amargo, reciente de un nuevo fracaso.
Natalio no entendía que no era ella, que el problema no eran las Morelias que cada vez le salían mejor, no se daba cuenta de que aunque estuvieran programadas para amarlo era él quien no se podía enamorar de una copia, de esos duplicados. Jugando a ser dioses se habían olvidado de que «Dios debe saber algo que nosotros no sabemos» (y le saco el todavía) porque las personas no se repiten, no se programan ni se poseen. Las personas aman y se van, a veces. Las personas a veces tienen mal humor. A veces nos hacen sufrir. Las personas son únicas e irrepetibles, y no hay máquinas de hacer personas más que los propios humanos, pero no es en arduos laboratorios o en pizarrones llenos de números incomprensibles, generalmente es en una cama (aunque eso puede variar) y muchas veces sin desearlo siquiera. Lo cierto, lo único indiscutible es que las personas crean personas, pero nunca a su imagen y semejanza. Y esto Natalio nunca lo entendió. Tal vez ni haya un Dios como él mismo se creía, tal vez jugar a serlo era estúpido porque era jugar a ser algo que no existe, una quimera, una creación colectiva. Tal vez por eso se fue Morelia y nunca más regresaría; ni como ella misma ni como una copia triste que apenas se acercaba, ajena a las bastas imperfecciones de las personas, que son algunas de las cualidades que las vuelven tan interesantes.
Agregó algunos números en sus papeles desordenados mientras la pava volvía a calentar agua, siguió tachando y haciendo correcciones para que la próxima fuera la definitiva. Luego continuó desarmando a la inservible, soñando con Morelia trece, con aquellas noches que iban a volver y las mañanas blancas entre las sábanas, pero más aún, soñando con Morelia, la única e irrepetible, la que nunca, jamás, iba a volver.
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