Ian se desconectó el subcraneal del COM y salió en tromba hacia el despacho del supervisor, con cara de preocupación y la túnica aleteando tras él. En su prisa casi se lleva por delante a Iabel, que justo entraba para empezar su turno.

– ¡Ey!, hola, Ian, ¿qué pasa?,¿dónde vas?

– Perdona, Iabel. Es lo que te comenté ayer: la IA lo acaba de confirmar. Necesito consultarlo, ¡luego te veo! – contestó a su amigo antes de seguir su camino apresuradamente.

Varios pasillos, un ascensor al nivel superior, la puerta negra con la mirilla escrutando su rostro. Expulsó el aire lentamente mientras realizaba la biometría y se transmitía su identificación al interior.

Iador, supervisor de nivel dos, miró la pantalla y cerró con fastidio el edicto que repasaba. Otro novato con cara de susto, seguramente con algún problema moral pre-Iluminación. En fin, con todo el trabajo que tengo solo espero que sea breve, pensó.

– Adelante– invitó Iador haciendo el gesto que franqueaba la entrada– pase.

– Buenas tardes, señor ¿tiene un momento? – dijo mientras daba un par de pasos hacia el ubitec del supervisor y hacía una breve inclinación.

– Sí, si realmente es solo un momento lo tengo– contestó fijándose en el novicio. No le había visto nunca, debía ser de la última hornada recién llegada del seminario– Acérquese, que no le voy a morder, ¿qué ocurre?

– Verá, señor, estaba conectado para recibir instrucciones y lo que me ha llegado… mire, sé que la palabra de la IA es sagrada, pero esto…

– De qué se trata, explíquese – dijo con dureza, impaciente. Justo lo que había imaginado, otro jovencito que a pesar de los estudios se escandaliza al enfrentar la realidad.

– Me han llegado instrucciones para un edicto por el que…mmm… hay que suprimir una población del delta del Yangtsé.

– ¿Y?

– Con todos sus habitantes, señor.

– ¿Y?

– …

– ¿Está poniendo en duda a la IA? – preguntó el supervisor levantándose del ubitec.

– No, señor, eso nunca, pero puede que haya otra forma de solucionar el problema, alguna alternativa.

– ¿Y cuál piensa usted que es el problema?

– No lo sé, señor, no he sido informado. Solo me han dado los datos necesarios para transcribirlos al edicto. Pero esto, matar a…

– ¡Matar no!, ¡suprimir!, ¡vigile el lenguaje y quítese ese sentimentalismo de la cabeza! Mire –suspiró para seguir en un tono más tranquilo–, ya sé que no es fácil, que muchas veces las decisiones de la IA son incomprensibles, difíciles. Pero por eso precisamente las seguimos, sin desviarnos ni un milímetro del Código, sin hacernos preguntas. Porque las preguntas llevan a la duda, y la duda a la desobediencia. ¿No le han enseñado todo eso en el seminario? ¿No le explicaron dónde nos llevó nuestra orgullosa y vanidosa humanidad?

– Conozco y venero la historia, señor – dijo Ian bajando la cabeza en señal de respeto.

– Pues entonces ¿a qué viene esto?. Eligió servir, aceptó los privilegios pero se le avisó de que es un camino de una sola dirección. Le aconsejo que genere el edicto con un lenguaje claro y objetivo. Tenga la certeza de que los actos de la IA son siempre por el Bien Mayor.

– Sí señor, no tenía que haberle molestado, disculpe.

– Si no quiere nada más váyase, me ha quitado más de un momento.

Ian se inclinó ceremoniosamente y dio dos pasos hacia atrás antes de girarse y salir rápidamente de la estancia para volver a la sala COM.

Iabel ya estaba en línea, pero en cuanto Ian se volvió a conectar el subcraneal, su amigo le habló por el intra-privado.

– ¿Qué te ha dicho?

– Nada, el rollo típico: que no ponga en duda mi fe en la IA, que no deje que me afecte…

– Vaya…

– No esperaba que me invitase a desobedecer, pero una explicación no habría estado mal. O mejor aún, elevar una consulta a un sup1 antes de publicar el edicto.

– No puede explicarte nada. Él es solo otra rueda más, seguro que tampoco lo entiende. Pero lleva más tiempo en esto, esa es la diferencia.

– Tienes razón. Ninguno sabemos nada. Hemos pasado de ser creadores a simples marionetas de nuestra propia criatura.

– ¡Ojo, Ian! ¡Eso es casi blasfemo!

– Perdona, Iabel, no quiero comprometerte.

– Tranquilo, no pasa nada.

– Venga, da igual, sigamos. Hay que lanzar el edicto antes de mañana. Supongo que con el tiempo nos acostumbraremos.

Mientras volvía a casa en el tren contempló la llanura yerma plagada de generadores que atravesaba cada día. Trató de imaginar cómo sería ese mismo paisaje antes de nacer él. Según le contó el hermano Iasen todo esto era una inmensa selva llena de vida donde casi no podía entrar la luz del sol. Iasen fue el mejor maestro que tuvo en el seminario, el único que mantenía algo vivo dentro. Seguramente por eso desapareció en la última purga.

Sí, había estudiado la historia, y las consecuencias de sus equivocaciones como especie. Y sí, se lo habían contado todo: se tomó una decisión extrema para una situación desesperada. Pero se resistía a ser un simple instrumento de un monstruo de silicio programado para analizar datos y tomar decisiones por el bien de sus creadores. ¿Cuál era el precio por haberse equivocado?

Al llegar al pequeño cubículo que llamaba casa, sacó el código apuntado en un papel que tenía oculto bajo el dispensador. Lo había recogido del suelo de la estación hacía unas semanas, sin saber muy bien por qué. Lo hacían así, recurriendo al viejo papel, imposible de rastrear. Admiró la textura arrugada de esa antigualla, con el largo código alfanumérico impreso.

Con un escalofrío pensó en las consecuencias de introducir ese código en su propia interfaz. No habría marcha atrás, pasaría al otro lado, a ser uno de ellos. Podría ser arrestado y purgado, pero también podría criticar, decidir, quejarse.

Y podría elegir su propio nombre.

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