Susana ya estaba hasta el moño, literalmente, de modo que tiró del coletero y dejó caer un mullido torrente de rizos anaranjados sobre sus hombros. Dejó sus gafas de diseño sobre la mesa y con un impensado envite de su pie descalzo, inició una danza en el centro de la habitación. Replegó una pierna sobre sí misma mientras con la otra se empujaba con cada objeto que encontraba a su paso. El giro lento de las ruedecillas de la silla fue cogiendo una velocidad ligeramente inestable, escasa para sentir emoción alguna, pero suficiente para regalarle unos segundos de pensamiento en blanco a su agitada mente; ‘Mesa…patada, papelera… patada, armario…patada, cama… patada. Mesa…’ Y cada vuelta la llevó un año atrás en el tiempo, hasta que volvió a ser una niña. 

Papá, que era muy fuerte, cogió el respaldo del columpio y lo elevó por encima de sus caderas, de modo que los pies de Susana ya no tocaban el suelo. ‘Agárrate fuerte’ le susurró a modo de juguetona amenaza . Ella, siempre obediente, se aferró a las cadenas, cerró los ojos y agachó la cabeza. Por cada vuelta que su padre daba al columpio, un suspiro entrecortado escapaba traicionero de su respiración contenida. Otra vuelta, y un palmo más arriba. Se escuchó un ‘clic’, y sin abrir los ojos supo que las cadenas habían llegado a su punto de máximo enredo. Pataleó con los pies hacia la nada. Estaba convencida de que si soltaba una mano podría tocar el poste, pero por nada del mundo lo habría hecho. Un cosquilleo familiar recorrió por su nuca al sentir el roce de la barba de su padre tras la oreja; ‘No te sueltes’ .Y aun habiendo querido hacerlo, la electricidad del momento mantenía sus falanges congeladas, y temió por un segundo si sus deditos, blancos del esfuerzo, aguantarían la embestida o resbalarían al último momento como las  máquinas gancho de los salones recreativos.

‘Preparada…lista…¡YA!’ El craqueteo de las piezas de metal le sonsacó las últimas briznas de aire comprimido, y fueron liberadas desatando un huracán de alaridos eufóricos. Vueltas, vueltas y más vueltas, sus piernas volaban, intentando alcanzar el sol que iluminaba aquel Domingo…

Un golpe seco, seguido de un dolor sordo, se concentró en el hueco entre el anular y el meñique. Susana se llevó las mangas a la boca y las mordió, ahogando un gritito lastimero. Se sacó de un plumazo el calcetín raído y dejó al descubierto los dedos enrojecidos. ¿Cuál había sido el mueble que había intentado lisiarla esta vez? La maldita mesa. Con los últimos trazos de dolor entumecido, echó la cabeza hacia atrás y oteó la habitación. Cada día le parecía más pequeña.

Un anticipado sonido la sacó de su ensimismamiento. Había vuelto la conexión. Se puso las gafas de nuevo y actualizó la pantalla con urgencia. Unos píxeles en movimiento fueron cobrando forma hasta materializar dos caras redondas y afables. Una se erguía prácticamente pegada a la lente. Saludó a la papada de su madre. La cámara se desplazó lentamente hasta el segundo rostro, empequeñecido por su inclinación sobre la almohada y semi oculto por la mascarilla de oxígeno. 

– Hola, papá.

Los siguientes minutos transcurrieron con una inusitada tranquilidad que sosegó los crispados nervios de Susana. Simplemente ella, los susurros mecanizados de su padre y las prestas traducciones de su madre. Hablaron de los temas más banales que pudieran haber, cosa que agradeció profundamente. Su paciencia estaba bordeando un límite muy peligroso últimamente, y temía que, en cualquier momento, una palabra bienintencionada terminase por partir la última hebra que la unía su cordura.

-¿Y cuánto te queda de estar encerrada? -Su madre la miraba con ojillos brillantes, y Susana no supo advertir si se debía al reflejo de la pantalla o era algo más.

– Si todo va bien, diez días más y ya podré salir. 

– …Veo que la cuarentena te sienta bien. Nunca había visto tu cuarto tan ordenado.

– Estoy pensando en cambiar la mesa de sitio. -dijo con una sonrisa. En ese momento, vio que su padre trataba de sacar los brazos de entre las sábanas. Su esposa se dio cuenta de inmediato y le destapó. Unas manos temblorosas salieron a la luz y reclamaron el teléfono. La mujer se lo dio, dubitativa. Ahora  sólo se veía a su padre. 

Este, con un esfuerzo titánico, enfatizó cada letra que pronunciaron sus labios, pero Susana no pudo escuchar nada que tuviera sentido. Se acercó más a la pantalla, alentándolo a que continuara, pero, por alguna razón, el contenido de las palabras no quería salir de su garganta… o de su mente. Susana rezó porque no fuese lo segundo. La voz distante de su madre estaba igual de contrariada y preguntaba inquisitiva, hasta que finalmente el móvil resbaló de las otroras fuertes manos de su padre. 

– Últimamente está muy cansado, ya lleva más de un mes aquí… Yo creo que necesita verte…verte de verdad.-Su madre bajó el tono y se alejó un poco de la cama-. Cariño, intenta venir lo antes posible, no sé c…

Y se fue la conexión. Por cuarta vez. Susana refrescó la página una y otra vez. Solo la recibió un ya conocido emoticono con cara triste, que parecía sentirse culpable por estar allí. Movió el portátil de un lado a otro, lo conectó, desconectó, se subió a la cama y lo alzó para ver si conseguía una débil barrita. Un furtivo arrebato la instó a reventar el portátil contra el suelo, pero en su lugar volcó la frustración gritando iracunda a sus compañeras de piso que apagaran sus móviles, que reiniciaran el router, y que lo hicieran ya, o saldría a toserles a todas en la cara. Agarró dos mechones de pelo naranja y tiró de ellos a la vez que chillaba y tragaba mocos y lágrimas. 

Tras unos minutos de enajenación desbocada, el silencio de la casa la arropó con sus propios gemidos. Se llevó la mano al pecho  y respiró profundamente. 

Aparentando tranquilidad para engañar a su cuerpo, volvió a conectar el ordenador. La página seguía en blanco. Sin inmutarse, cerró los ojos y tomó una respiración aun más larga.

Mesa…patada. Papelera…patada’. 

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