La prestigiosa cadena de hoteles Paradisiac Luxury, especializada en destinos exóticos, había abierto una experiencia piloto en uno de sus hoteles más emblemáticos. El proyecto, que estaba funcionando ya a pleno rendimiento, introducía en la coctelera elementos antagónicos de complicado maridaje. Por un lado, la imagen ancestral de su imponente arquitectura y asentamientos; por otro, tintes futuristas de la más pura ciencia ficción. El proyecto estaba siendo objeto de críticas de diversa factura. Las más conservadoras, las masculinas, opinaban que un destino de tal pureza no necesitaba que se le contaminase con este tipo de experimentos. Las más entusiastas, las femeninas, venían de la mano de mujeres de buena posición que se habían alojado en el hotel y habían vivido experiencias en primera persona. Eran unánimes en sus alabanzas.
–Tengo una reserva –dijo Anne Hilton nada más presentarse en recepción– ¿podría confirmarlo, por favor? La recepcionista, una mujer de uniforme ajustado y diligente amabilidad, se esmeró en comprobar en el sofisticado programa informático la veracidad de la información.
–Por supuesto, enseguida se lo confirmo.
Instantes después, una sonrisa de dientes perfectos y artificialmente blancos confirmaba la reserva.
–Todo en orden, Miss Hilton. El Tropical Paradise le da la bienvenida a Las Maldivas.
Esa misma noche, bajo la mortecina y modeladora luz de las velas, Anne Hilton se encontraba en el comedor esperando a que le sirviesen la cena. La escasa iluminación reinante ejercía sobre las mesas colindantes un efecto fantasmagórico e irreal, como si sus ocupantes estuviesen participando en un aquelarre. Los ojos de Anne se movían de un lado a otro de la estancia, buscando algo que no sabría concretar. ¿Compañía, tal vez? –se preguntó–. No estaba segura. Al cabo de un rato, y como si hubiese adivinado sus pensamientos, un hombre impecablemente vestido se acercó a su mesa. Sus modeles eran exquisitos.
–Buenas noches, Miss Hilton. Perdone que la moleste. Soy el director del Tropical Paradise y tengo por costumbre dar la bienvenida personalmente a todos los clientes. No lo he hecho antes por darle tiempo a que se instalara. Me gustaría robarle unos minutos de su preciado tiempo para ponerla al corriente de algunas cuestiones relacionadas con el funcionamiento del hotel y, en especial, con esa experiencia piloto que estamos probando. Mi nombre es Stéphanos Vasileiadis.
–Encantada de conocerle, Mr. Vasileiadis –mintió Anne visiblemente contrariada, pues esperaba otro tipo de visita. Aún así, se esforzó por levantarse y extender la mano para que se la estrechara, cosa que él hizo con suma delicadeza–. Tome asiento, por favor.
–Gracias –repuso el griego complacido–. Seguro que no le es del todo desconocida la experiencia que estamos llevando a cabo ¿verdad?
–¿Se refiere a lo del personal? Creo estar al corriente. Una amiga estuvo alojada no hace mucho y me contó los pormenores con pelos y señales. He venido por recomendación suya.
–En ese caso omitiré los detalles para no aburrirla –Vasileiadis hizo una pausa y luego prosiguió–. ¿Cuánto tiempo nos honrará con su presencia?
–Hummm… vengo con la idea de pasar un par de semanas –Anne Hilton pareció dudar–. Tres a lo sumo.
–Seguro que va a disfrutar de nuestro hotel, Miss Hilton –Stéphanos Vasileiadis compuso una sonrisa muy profesional–. Le auguro una estancia rica en emociones.
Al final no fueron tres sino cuatro las semanas que Anne Hilton pasó en el Tropical Paradise. Se sentía tan a gusto y tan agradablemente sorprendida por todo lo que la rodeaba, que decidió quedarse una semana más. Una dama de su posición y fortuna podía permitírselo ¡qué diantre! Además, el hecho de que no estuviese acostumbrada a hacer este tipo de escapadas, convertía la situación en una auténtica aventura, circunstancia esta que, a su edad, no dejaba de ser un regalo caído del cielo. El día que tenía que abandonar el hotel, Stéphanos Vasileiadis ya la estaba esperando en recepción. Fue Anne Hilton la que habló primero.
–Hay una cuestión relacionada con esa experiencia piloto que me viene dando vueltas en la cabeza desde el principio, Mr. Vasileiadis: ¿los humanoides del servicio tienen sexo?
–Claro, Miss Hilton, como no le habrá pasado desapercibido unos humanoides tienen aspecto masculino y otros femen…
–No me refiero a eso –lo interrumpió bruscamente Anne–. Le pregunto si los humanoides tienen pene o vagina, según el caso.
–¿Cómo dice? ejem… –el rostro de Vasileiadis cambió visiblemente de color–. ¡Naturalmente que no! Los humanoides fueron diseñados exclusivamente para tareas domésticas tales como atención al cliente, servicio, limpieza… bueno, podría considerarse… eso… como una tarea doméstica, pero no es el caso. Son sumamente avanzados, pero entre sus habilidades no se encuentra la capacidad amatoria. ¿Por qué lo pregunta?
–Por nada, por nada. Pero le sugiero que revise con la empresa el diseño de sus humanoides por si, dado su avance tecnológico, fuesen capaces de desarrollar nueva anatomía de forma autónoma. Si no hay errores en el diseño tengo que prevenirle de que tienen ustedes… ¿Cómo le diría?… un intruso en el servicio –Anne Hilton pareció dudar unos instantes. Luego reflexionó–. Mejor olvídese de lo que le he dicho, no revise nada y deje todo tal y como está, no vaya a ser que lo estropee. Volveremos a vernos, Mr. Vasileiadis.
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