Estaba claro que el estudio de lo más pequeño me llevaría a lo más grande, a lo más alto. Porque, ¿qué diferencia un bosón ─el de Higgs, por ejemplo, que más que la partícula de Dios deberían llamarla la partícula villana, por sus evasivas a ser encontrada y por su naturaleza inestable─ del hombre, el que habita en un planeta para dotarle, no de masa, sino de conciencia de su existencia?
Dejémonos de lanzar preguntas al aire y centrémonos en lo que me ha llevado hasta aquí, porque esto ya empieza. ¡Allá voy…!
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¡Uauuuuu! ¡Es alucinante! ¡Todo me da vueltas!
¡Empiezo a flotar! ¡La gravedad no me afecta!
Esta vez los ajustes del algoritmo han dado los resultados esperados. Esta vez sí que sí.
Miro hacia abajo y veo lo que fue mi cuerpo, tumbado en ese mugriento catre, justo en el centro de lo que fue mi laboratorio, de lo que fue mi hogar durante mis últimos y penosos años, rodeado de cables, de ordenadores, de…; rodeado de inmundicia y de soledad, de esa soledad que te arropa con su gélido e inhumano abrazo.
Mi cuerpo ya no es más que un punto insignificante en un mundo insignificante que forma parte de un sistema planetario insignificante.
Mi cuerpo ya no existe. Mi cuerpo ya es solo eso: un mal recuerdo. Lo importante es el ahora y el después.
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No percibo nada ni a nadie. El vacío lo ocupa todo.
A mi alrededor, fluyen colores, multitud de colores, la suma de infinitos arcoíris entrelazados.
Oigo algo, ¿qué es? Parece música, una música con notas imposibles. Se trata de una canción que parece que nunca termine, una melodía que me envuelve y provoca en mí emociones irreconocibles.
Me siento bien, demasiado bien. Yo diría que exultante.
Aparecen imágenes, todas borrosas. Focalizo y veo pasar ante mí, sobre una única pantalla, una esférica, el resultado de miles de proyectores de cine con películas de distintas etapas de mi ruin e insípida vida, de lo que fui.
Estoy un poco mareado. Cerraré los ojos a ver si así… Pero, ¡¿cómo?!, si carezco de párpados. Lo que ve y oye es mi mente, todo está en mi mente.
Da igual, intentaré concentrarme en una sola de esas películas a ver si así…
¡No puedo! ¡Me es imposible! Esperaré a que terminen, porque entiendo que terminarán, ¿no? Además, ¡qué más da! El tiempo del que dispongo es infinito.
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Aparece la palabra ‘Fin’ en todas y cada una de las películas.
Se hace la oscuridad, y el silencio. La oscuridad y el silencio son absolutos. Es lo que dicen que sucede en las inmediaciones de los agujeros negros.
¡Eso es! Estoy siendo engullido por uno, por su curvatura espacio-temporal.
¿Podré viajar a través de él?¿Podré ir al lugar del universo que desee y a un tiempo determinado solo por mí? Me temo que no. Es el agujero negro quien gobernará mi destino. Me escupirá donde y cuando le venga el gana. Por mucho que me crea lo que no soy, de nuevo estaré a merced de otros.
Siento que me curvo. Pero, ¡¿cómo?! Nada en mí puede curvarse; ¿o quizás sí?
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¿Dónde estoy?, y lo más importante: ¿cuándo estoy?
Veo mi mundo desde el espacio. Me acerco, y, aunque se le parece, no lo es. El mundo que se muestra ante mí es bien distinto: no veo envidias, no veo odios; en este mundo no existe miseria ni fealdad; no hay grises, todo tiene su verdadero, distinguible y biunívoco color. Parece un mundo ideal, de esos que se dibujan en las nubes por unos dedos guiados por los sueños. Lo que veo es lo que se muestra a mi nueva alma; un alma libre, limpia y clara como el agua de un manantial. ¿Por qué la percibo de ese modo si el alma que abandoné en aquel catre era sucia, realmente sucia, y nauseabunda, como otra clase agua, ésta proveniente de las cloacas?
¿Dónde está mi cuerpo? ¡Ahí está! ¡Lo veo!
Un momento, ese no soy yo, ¿o sí? Sí, sí que lo soy, aunque el cuerpo es diferente al que dejé atrás. No es que haya cambiado de facciones ─son idénticas─, es el gesto, plácido, sin tensiones ni fruncimientos, lo que sugiere que sea tan distinto.
Está con alguien. ¿Quién es? Es una mujer ─muy atractiva, por cierto─, que se acerca a mi otro yo; se acerca y le abraza, pero no lo hace con un abrazo cualquiera; lo hace con ese tipo de abrazos que no necesitan palabras.
Espera, hay alguien más. ¡Es una niña! Se acerca tambaleándose como un tentetieso. Se lanza a los brazos de mi nuevo yo y le dice algo: «¡Papá!» ¿Mi hija? No me lo puedo creer…
¡¿Qué me está pasando?! ¡¿Por qué mi nuevo cuerpo me repele, por qué no puedo ocuparlo?!
La utópica escena se aleja. Me siento como en una moviola, una que no va despacio, al contrario. La velocidad a la que retrocede es vertiginosa.
Algo ha debido fallar. Está claro. El algoritmo requiere de más ajustes.
Vuelvo a mi insidioso mundo, a mi ser simbolizado por un catre anclado al suelo de mi anodino y desesperanzador presente.
Vuelvo a tener párpados. Abro los ojos.
¿Qué día es hoy?
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No quiero estar solo, ¡odio estar solo! ¡Me da pavor estar solo! Esta sensación me oprime el corazón, y el estómago. Tengo ganas de vomitar, ganas de, incluso, algo peor. Prefiero no pensarlo.
Estoy en un bucle infinito del que necesito apearme. Pero, ¿cómo? No existe quien me rescate ─a todos les eché de mi vida─. Nadie osó acompañarme en este disparatado camino, el que decidí tomar hace tiempo. ¿Cuánto?, ya ni me acuerdo.
¡Se me está yendo la olla! La memoria se me escapa y mis pensamientos se enredan en los cables que me cercan acechantes.
Ahora me doy cuenta. ¡Qué estúpido fui!
Necesito imperiosamente volver sobre mis pasos y hacer las cosas de otra manera.
Sí, eso. Pero para ello necesito reajustar el algoritmo cuántico. Ahí está la clave de todo, en el dichoso algoritmo.
Me pondré a ello antes de que sea demasiado tarde.
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