El calor era de color azul cielo, ¿comprendes?, y una ráfaga de viento iba y venía, y parecía dar vueltas a mi alrededor. Las paredes se contraían como si fuese la piel de un animal de proporciones descomunales. Quedaba un minuto para que el próximo tren ahogase el murmullo de los viajeros que aguardaban a mi alrededor. Levanté la mirada y entonces vi su silueta al otro lado del andén. Caminaba sin rumbo y tenía la mirada de una alucinada. ¡Claudia, grité a pleno pulmón, tienes que comprender! ¡Fue ella quién se arrodilló a mi lado! Pero ella parecía no escucharme. Se acercó a un hombre que leía un libro de poemas y le pidió un cigarrillo. El hombre la miró con melancolía y le puso un cigarrillo en los labios. Prendió la punta con la llama de su mechero. A Claudia el humo se le enroscó en el rostro ensombrecido por el dolor. El tren apareció al fondo de la estación como el brazo de una tormenta. Había pasado un minuto. Claudia le dio una calada al cigarrillo y avanzó unos pasos, antes de arrojarse a las vías del tren.
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