Desde el andén de enfrente no le quitábamos ojo. Se había acercado despacio al borde, algo inseguro. La mitad de su cuerpo se balanceaba sobre el vacío mientras su mirada paseaba de las vías a la oscuridad del túnel y de vuelta a las vías. A lo lejos se oía ya la fuerte respiración del tren, su ritmo imparable de máquina de acero poderosa. Me pareció que clabava  los ojos en mí… ¿A caso intentaba decirme algo? Como si fueramos un solo ente, los allí presentes conteníamos el aliento y manteníamos los ojos fijos en él,  como queriendo sujetarlo con la intensidad de nuestra mirada; como si ésta tuviese la capacidad de  crear una suerte de muro de contención. 

Asomó el tren y, dándose un gran impulso, saltó. Horrorizado, me tapé la boca con la mano para contener un grito. Cerré los ojos. No quería verlo.  Me apenaba tanto…  Pero las risas de mis compañeros de viaje no tardaron en sacarme de mi estado de negación. Allí estaba él, a mis pies, con una expresión insolente de triunfo. Hasta me pareció que sonreía. Y sin más, el pequeño ratoncito se frotó las orejas y desapareció por un hueco.

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