Pensé en lo maravillosa que era cuando la miré desde el andén. Hasta que se difuminó en un punto que me hizo llorar los ojos, tuve la visión borrosa, nublada, y perdí el mundo de vista.

Ambos acabábamos de pasar un rato agradable en el tren. El encuentro sólo duró unas horas pero tuvimos suficiente espacio para establecer una conexión sin límites en que ni el miedo a perder la cabeza ni el quitarnos las máscaras pudieron con nosotros. Tejimos unos vínculos sólidos, de esos que son inexistentes en muchas vidas, aunque éstas duren cien años.

Recogimos el saber del uno y del otro y lo enmarcamos en un gran contexto: nuestro diccionario particular. Decidimos compartir ideas, palabras necesarias, miradas, sin saber muy bien su destino.

Intercambiamos frases como si siempre nos hubiéramos escuchado, como si cada particular fonema fuera un eco en la vida del otro. Nos tratábamos con confianza, con seguridad; y mientras el tren agotaba su viaje por los caminos, entre paisajes y túneles …

… (La alumna suspiró y se despejó, miró el folio que tenía delante, cuando el profesor empezo:

«Pensé en lo maravillosa que era…»

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